ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 01/06/15
· Las naciones grandes veneran lugares como Harvard. Las que aspiran al suicidio pitan su propio himno.
Escribo desde Boston (EE.UU), capital mundial del conocimiento y epicentro de la industria del saber. He tenido el privilegio de asistir a una ceremonia de graduación en Harvard, seguramente la universidad más prestigiosa de cuantas se disputan ese puesto a escala internacional y también, aunque esta faceta sea menos conocida, una de las que más apuesta por eso que en España ha dado en llamarse «progresismo», en el mejor sentido de la palabra: justicia social, derechos civiles y políticos, democracia, igualdad de oportunidades, solidaridad con los más desfavorecidos del planeta y libertad, ingrediente esencial de cualquier receta académica que pretenda hacerse respetar.
En términos nuestros, totalmente ajenos al sentir y pensar de este joven país de pioneros, Harvard sería una universidad de izquierdas por la composición de su claustro, por los valores que ensalza y por la implicación activa de su alumnado en todas las grandes batallas libradas frente al poder establecido en sus casi cuatrocientos años de existencia, desde la lucha contra la esclavitud, la segregación racial o la guerra de Vietnam, hasta las protestas por el asesinato impune de un joven negro, este mismo año, en ese caso Fergusson que conmocionó al país. A sus aulas pocos llegan merced al dinero de sus padres y muchos, la mayoría, son becarios de los cinco continentes acreedores a esta fantástica oportunidad gracias su talento y su esfuerzo. Becarios en razón de sus méritos y no de su militancia en un determinado movimiento ideológico o su amistad con quien concede las becas. Aquí no existe el concepto «beca black» ni lo aceptaría la comunidad. Los responsables del centro son conscientes de lo mucho que cuesta ganarse el prestigio y lo rápidamente que puede perderse cuando se quiebran los pilares sobre los que descansa.
Por eso insisten en proclamar que han «rastreado el mundo en busca de los mejores» y los han seleccionado para traerlos a Harvard, a fin de proporcionarles las herramientas con las cuales desarrollar al máximo su potencial. Aquí la excelencia no es motivo de envidia, vergüenza o desprecio, sino, antes al contrario, el objeto luminoso del anhelo colectivo. Con todo, a mis ojos deslumbrados lo más sorprendente de esta fábrica de auténticos líderes, lo más admirable, lo más digno de imitación en términos de verdadero progreso es la ausencia total de acritud en el ambiente. Aquí no habita el resentimiento sino la determinación de avanzar. No hay espacio para el odio que impide vivir creciendo. Nadie pierde un segundo de un tiempo escaso y precioso culpando al prójimo de sus problemas.
Es verdad que este campus acoge solo a «los mejores», pero no es menos cierto que los encargados de la selección y formación de los alumnos aplican a ese calificativo un sentido distinto del que podría pensarse. Un sentido más amplio, más ético, más importante que la mera capacidad de brillar en los exámenes. Por eso se les habla a los chicos hasta la saciedad de compromiso, de principios, de esfuerzo y determinación, de trabajo en equipo, del valor de los lazos familiares y/o de amistad, de respeto por el diferente, de coraje, de valentía, de fe en su capacidad para construir una sociedad más justa y equitativa. Dicho de otro modo, aquí se transmite el mensaje de que cada cual es reponsable de su propio destino y es obligación moral de los más afortunados velar porque todo el mundo tenga una oportunidad semejante. De ahí que la palabra «derecho» adquiera un significado pleno, despojado del matiz revanchista que le asignan los discursos de la izquierda radical española. La meta es construir escaleras que permitan ascender a todos, no derribar a aquellos que han logrado llegar alto.
Las naciones de gente grande veneran lugares como Harvard. Las que aspiran al suicidio pitan su propio himno en un partido de futbol.
ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 01/06/15