Miquel Escudero-Crónica Global
Siempre nos falta tiempo para aprender, tantas son las cosas que no sabemos. Pienso en la historia del siglo XX, en su convulsa variación de fronteras entre países. La ciudad de Königsberg, por ejemplo, está fuera del mapa. La secular capital de Prusia Oriental perdió su identidad al acabar la Segunda Guerra Mundial: tras ser brutalmente ocupada por las tropas soviéticas, se le cambió el nombre (ahora se llama Kaliningrado) y hoy forma parte de Rusia.
La cuna de Kant, del formidable matemático David Hilbert, de los padres de Hannah Arendt y de innumerables figuras de las ciencias y de las artes era ambicionada por la URSS, no sólo como símbolo de sometimiento (decenas de miles de alemanes fueron expulsados de su tierra) sino por su interés como puerto libre de hielo en cualquier estación del año. En 1939, año en que Polonia fue agredida y cuarteada por el III Reich –con la anuencia de los soviéticos–, una tercera parte de su población estaba clasificada como no polaca. Los alemanes fueron entonces desplazados hacia el Oeste, y los lituanos, bielorrusos y ucranianos hacia la URSS. De este modo, una consecuencia no buscada con la invasión fue que Polonia quedase homogeneizada en el habla.
Leo Sobre el nacionalismo (Crítica), del historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012), un judío que no era sionista, pero sí marxista. Nacido en Egipto, contaba que su madre era vienesa y que tenía un abuelo polaco (tal cual). Tenía 12 años cuando murió su padre, y 14 cuando murió su madre. Dominaba cinco idiomas, entre ellos el español. Advertía contra la ignorancia histórica y la confusión intelectual; en particular, contra quienes sustituyen la historia por el mito y fomentan la peligrosa pasión de hacerse impermeables a la razón. “Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado proporciona un trasfondo más glorioso”, escribió. Y desde el poder se inventa lo que conviene, por supuesto no pocas tradiciones.
De forma retórica, Hobsbawm se preguntaba si un sionista puede escribir una historia de los judíos que sea de recibo, y era taxativo en que “ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido”. ¿Por qué? Por la afición que desde esta ideología se despliega para generar una carga pesada de necesidades emotivas y refugiarse en la vanagloria por el club o por la nación a que se adora. Así, se llega a considerar que el pueblo (o la entidad) al que uno pertenece tiene una superioridad natural sobre los demás, quienes, consiguientemente, acaban siendo mirados por encima del hombro, si no es con odio.
Desde esta toxicidad, se multiplican las ocasiones de conflicto, se predispone al rechazo automático del extraño y del forastero (obligado a elegir entre asimilación o inferioridad); sucede que se vehiculan resentimientos colectivos y se ocultan las causas individuales de un descontento real.
En cualquier caso, el fanatismo anula la capacidad de pensar en términos de soluciones reales, aceptables e integradoras. Enreda y altera con debates imperiosos de lealtades y obligaciones. Y nos aleja de las necesarias transformaciones sociales por hacer, y nos condena a vivir peor. Por esto, al buscar conocimiento (de la clase que sea) conviene dotarse de un grado de escepticismo con el que poder mirar con detalle y con el rigor suficiente.
Entre 1840 y 1890, la población de Europa –decía Hobsbawm– creció un 33 por ciento, pero el número de niños que iban al colegio aumentó un 145 por ciento. Hubo una eclosión en la enseñanza primaria. En Prusia, donde abundaban las escuelas primarias, el número de estas aumentó más del 50 por ciento en treinta años. En Italia, donde escaseaban las escuelas, su incremento llegó al 460 por ciento. En 1861, año de la unificación italiana, Massimo D’Azeglio (escritor, pintor, político y yerno del autor de la novela histórica Los novios, Alessandro Manzoni) manifestó: “Ya tenemos Italia; ahora debemos hacer italianos”. Valga señalar, por ejemplo, que para muchos venecianos que emigraron a Estados Unidos hacia 1880, Italia venía a ser un término vacío. No obstante, en América no guardaban distinción entre Venecia e Italia, y los consideraban italianos a todos ellos.
No se puede dejar de destacar el valor fundamental de los matrimonios mixtos (no sólo en cantidad, sino como incubadora de riqueza cultural y económica), cuyos descendientes acceden a distintas herencias y no pueden ser forzados a elegir una única identidad étnica. Para respirar libertad, hay que convivir fuera y por encima de guetos. No nos podemos cerrar en tribus. Y, por supuesto, se debe rebatir, con claridad y sin complejos, el paupérrimo y penosísimo lugar común de que sólo quienes son de su propio grupo pueden entender sus argumentos y su idiosincrasia; y que, si no lo son, ni siquiera tienen derecho a intentarlo.