LIBERTAD DIGITAL 15/12/16
CRISTINA LOSADA
· El círculo vicioso está asegurado. Y la mala conciencia no tiene por qué perseguir a nadie.
José Luis Peñas, el exconcejal del PP en Majadahonda que destapó el caso Gürtel, respondió el otro día a la fiscal que lo interrogaba que Francisco Correa, el jefe de aquella trama de corrupción, «no tenía conciencia de lo que realmente hacía», puesto que «pensaba que hacer negocios era hacer dinero de la forma que sea». Y añadía: «No entiende [Correa] lo que es un cohecho, una malversación». A efectos penales, poco importará que Correa desconociera cuál era la naturaleza de sus actos. Tampoco es especialmente relevante la inmoralidad o amoralidad del hombre en cuestión. Lo interesante de la percepción que trasladaba Peñas es que apunta a un fenómeno recurrente en los entornos en los que la corrupción es habitual. Cuando todos lo hacen, los comportamientos van a amoldarse a ese modus operandi y se reducirá la conciencia de su impropiedad.
En España no tenemos una gran corrupción administrativa. Peajes que los ciudadanos tienen que pagar con frecuencia en países menos desarrollados, como las famosas mordidas y, en general, los sobornos a funcionarios, son aquí la excepción. A cambio tenemos una corrupción política extensa e intensa, como han venido mostrando tantos y tantos casos que han estado y aún están en los tribunales, con cientos de políticos y cargos de confianza imputados. La zona de operaciones para muchos de esos turbios asuntos podríamos describirla como un triángulo cuyos vértices son partidos políticos, gobiernos y empresas. Un triángulo en el que no desaparece nada, como en el de las Bermudas, sino que alberga un tráfico, muy provechoso para los implicados, de contratos públicos, concesiones, adjudicaciones, recalificaciones, regalos valiosos y donativos, entre otros productos.
Ese tipo de comercio ilícito tiene más efectos perversos de los evidentes. No sólo premia las conexiones políticas por encima de la eficiencia. Además, genera incentivos para extenderse. Pongámonos en el caso de una empresa que puja por contratos públicos y ve que las que suelen llevárselos son las que se dedican a cultivar contactos políticos y agradecen el trato de favor de un modo u otro. Esa empresa sabe que la posibilidad de conseguir contratos públicos está vinculada a hacer lo mismo que las que se benefician del compadreo. Será entonces racional que se sume al comportamiento ganador, por impropio que sea. La que se resista a hacerlo quedará marginada del reparto de la tarta. La que se amolde tendrá la convicción de que esa es la única manera de salir adelante, la única forma de hacer negocios en ámbitos que dependen fuertemente del poder político, y dará su conducta por justificada. El círculo vicioso está asegurado. Y la mala conciencia no tiene por qué perseguir a nadie: cuando todos lo hacen, el que no lo haga es tonto.
Es difícil saber cuáles son las dimensiones precisas de ese círculo vicioso en España. Pero la percepción que tienen los españoles de su alcance es ésta: dos de cada tres piensan que la única forma de tener éxito en los negocios en España es mediante conexiones políticas. Mal asunto. Sobre todo, cuando siempre hay un Correa que viene a confirmar la percepción, y no siempre acaba procesado como el de la Gürtel.