Maite Pagazaurtundua, EL CORREO, 27/6/11
Indro Montanelli, uno de los grandes periodistas del siglo XX, fascista en su juventud, se opuso después al régimen de Mussolini y escapó de un pelotón de fusilamiento por escribir contra éste. Décadas más tarde, las Brigadas Rojas le hirieron gravemente en las piernas buscando callarle. Ya anciano, se vio obligado a enfrentarse a la versión posmoderna del despotismo político-económico de Berlusconi.
Debería admitírsele una cierta experiencia para explorar los mecanismos de dominación sociopolítica. Montanelli utilizó la palabra ‘depuradores’ para referirse al estado que alcanzan quienes se convierten en fanáticos violentos por seguir una ideología. Podría haberlo también aplicado a la mafia italiana. Para él conformaban la más baja subespecie a la que la humanidad puede degradarse. No era, desde luego, favorable a los que anteponen sus ideas a la vida de los demás o el derecho de los demás a no ser perseguidos y atemorizados al aplicarle a desistir de sus pensamientos. O verse forzado a huir para evitar a sus hijos el duelo de la estigmatización social.
Los depuradores, en general, depuran a tiempo parcial. Los depuradores vascos solían combinar el fruncimiento hacia dentro de los labios la mayoría del tiempo, con la sonrisa aranista-leninista de los momentos de satisfacción que coincidían con pasar los datos -de los que debían ser depurados- a la jauría juvenil o a los pistoleros. O con los momentos en que se podía llegar a amenazar en antena a un tertuliano y conseguir que, en lugar de ser expulsado por ello, fuera el amenazado quien no interviniera más bajo la excusa de liquidar la tertulia. Unos cuantos exdepuradores de la vieja-nueva Batasuna asistían a la investidura del nuevo diputado general de Gipuzkoa.
El alto dignatario habló. Calificó la estrategia de persecución de los fanáticos abertzales violentos contra los nacionalistas como conflicto político y anunció la forma de solución en que “todos” saldrían ganando. La mujer cerró el ordenador y se acercó a un pequeño mueble. Estaba allí. Enfrentarse verbalmente al capo local le había costado la vida al hombre, a su esposa y a su hijo mayor. Mientras unos lugareños escondían al niño de nueve años para sacarlo con vida del lugar, la cuadrilla de subalternos del capo recorría el pueblo a voz en grito para que entregasen al niño y depurarlo.
Quien mandaba lo agradecería, decía, y afirmaban que era lo “mejor para el niño» y «para vosotros». «¡Qué raro!», pensaba la mujer. Ella lo recordaba como «lo mejor para todos». La memoria, ay, no había borrado la esencia laboral de los subalternos de los depuradores.
Maite Pagazaurtundua, EL CORREO, 27/6/11