Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 28/10/11
«Me alegro» no siempre transmite la expresión de una emoción del ánimo y, muchas veces, no significa más que nuestra aquiescencia a una determinada situación o a unas circunstancias ajenas o propias. En esos casos, está más próximo al acuerdo racional que al relámpago de las emociones. Y es con esa tibieza, sin emoción ninguna, con la que yo me alegré de la noticia del adiós a las armas. Y me alegré más por la vida y el futuro ajenos que por los míos propios. Sinceramente, todo final tiene algo de fúnebre. En este caso, no se trata de la muerte de quienes hemos sobrevivido, sino que quien ha muerto ha sido ETA. Pero, permítanme que les sea sincero: como se afirma de los moribundos, que cuando se les acerca la muerte se ven abordados por una secuencia de los acontecimientos de su vida, así fui asaltado yo por una rememoración melancólica de mi vida cuando me llegó la noticia. Y la melancolía implica pérdida. Quienes peinamos canas, tenemos mucho que recordar y no nos resulta fácil escapar a la oportunidad del balance. Y yo siento nostalgia por una vida sin ETA, esa que no pudo ser. ¿Podré reconciliarme alguna vez con ese mí mismo mutilado, paso previo a toda reconciliación posible?
Decía Iñigo Urkullu que se requería valentía en el momento presente y creo que el lehendakari le ha respondido, con razón, que la valentía se había necesitado antes. No es éste momento de analizar la oportunidad política de estas proclamas. Hay cosas más hirientes. Ese triunfalismo indecente, por ejemplo, de quienes han alimentado el terror y celebran su final, el final de lo que tanto alabaron, esto es, su propia muerte, como una oportunidad para no sé qué logros, en lugar de celebrar el final de esa cadena de agonías que costó cientos de vidas. Como resulta hiriente que se justifique la historia criminal de ETA con el argumento de que sin ella «no hubieran conseguido llegar a esto», con lo que certifican la miseria moral de una sociedad que ha engrosado sus filas a base de cadáveres. Pues «esto» a lo que han llegado es lo mismo que tenían sin necesidad de matar a nadie; eso sí, ahora son muchos más. La melancolía, como pueden ver, no sólo alcanza a nuestra historia personal; también lo hace a la de todo un país que pudo ser mejor, mucho mejor, de lo que ha sido.
Me alegro, sí, y me alegro sobre todo por los jóvenes, por quienes han de nacer a partir de ahora. Por mi profesión, he vivido en contacto con jóvenes, y promoción tras promoción siempre me causó desazón su desidia moral, su claudicación ante la fuerza, su cobardía temprana bajo el peso de su comisariado político. ¿Era eso lo que se conseguía con el crimen, esa recolección de adeptos para llegar al poder, es decir, a donde ya se podía llegar por otros medios? A los que vayan a nacer la vida no les ahorrará los obstáculos ni las incomodidades que suele, y tal vez debe, ofrecer. Pero se verán libres de esto, miserable, cuyo final celebramos. Sólo por ello, ya merece un brindis
Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 28/10/11