Las voces de prudencia pueden pecar de imprudentes. La responsabilidad no exige olvidar responsabilidades pasadas ni consentir dogmas y políticas etnicistas. Las medidas del nuevo gobierno serán siempre tachadas de frentistas por los de enfrente. Pero si queremos integrar esta sociedad partida, sería un funesto sinsentido mantener las prácticas que la han desintegrado. Si esto requiere un frente, vamos al frente.
Bien, ya sabemos que el apoyo del PP al PSE dará lugar a un nefando frente españolista en Euskadi. Pero no basta replicar lo más obvio: que PNV y compañía ya habían formado antes otro frente nacionalista al menos desde Estella. Para los ciegos la cosa no pasará de empate, por más que uno de esos frentes vaya con escolta de protección y el otro no la necesite.
Habría que atreverse a contraatacar con mayor coraje y, sobre todo, con más ganas de verdad. Digamos entonces, primero, que los nacionalismos que algunos pretenden parangonar son hoy incomparables. El llamado nacionalismo español, salvo excepciones folclóricas y de traca, reviste un carácter mucho más ciudadano y menos etnicista (además de no violento) que el nacionalismo vasco. Y dígase después que la coincidencia en los cargos contra este nacionalismo vasco no agrupa por fuerza a aquellos partidos en un frente españolista, vade retro, sino con más exactitud en un frente constitucionalista. O, con mayor precisión todavía, en un frente democrático.
Muchos se escandalizan al escuchar del Partido Nacionalista Vasco expresiones de ‘golpe institucional’ y otras amenazas como inequívocas señales de su talante patrimonial en la política vasca. Pero es que el gobierno debe ser suyo porque también el País es suyo. ¿Quién, si no ellos, conoce la voluntad de su Nación? Joseph Roth ya escribió sobre el partido nazi algo que a ellos les viene como anillo al dedo: «Lo que exigían y repetían constantemente era lo siguiente: ‘Queremos ser señores en nuestro propio país’». Su invocado derecho a decidir carece del menor fundamento legal y moral, pero expresa a la perfección su propia autoconciencia. En este País Vasco ellos son los que tienen derecho a decidir… y, los otros, el deber de acatar lo que ellos decidan. Basta ver la sumisión con que los más han aceptado introducir en sus vidas la lengua de los menos o, siendo tan plurales, celebrar la presunta identidad de todos. Que su reacción no se interprete, pues, tan sólo como la pataleta de quien es desocupado del poder tras treinta años de dominio. Es de temer que sea mucho más que eso.
Porque no importa tanto el período de duración de su gobierno, sino desde qué ideología y con qué metas ha gobernado. Movidos por la convención o los buenos modales, son muchos los que califican al PNV de ‘nacionalismo democrático’, nada más que por no ser violento y porque se acomoda a una alicorta visión procedimental de la democracia. También, claro, porque ha entregado a los gobiernos de derecha e izquierda los votos necesarios para que gobiernen tranquilos. Tal vez algún día aquellos ciudadanos exquisitos se arriesguen a preguntarse si ese partido es democrático conforme a una concepción más sustancial de la democracia.
Cuesta mucho entender que el nacionalista no es un partido como otro cualquiera. En tanto que propugna como objetivo irrenunciable la secesión política respecto de España, difiere en su raíz de los demás partidos que se consideran españoles. Ni él puede tratar de igual a igual al resto de los partidos ni sus seguidores habrán de considerarse conciudadanos nuestros. No es de extrañar que permitan seguir presidiendo tantos ayuntamientos a los amigos de los pistoleros: comparten sus sueños y sus razones. Tampoco sorprende que se conduelan de todos y cada uno de los reveses policiales y legales que aquéllos experimentan. La comunidad étnica debe prevalecer sobre la comunidad ciudadana, igual que la solidaridad con los nacionales está por encima de otras obligaciones. Con contumacia digna de mejor causa, estos demócratas insisten en que la prohibición de competir electoralmente a quienes amenazan de muerte a los representantes constitucionalistas supone un déficit de la representación democrática y una sucia maniobra del Gobierno. Permítanme concluir: no son cómplices directos del terror, pero sí cómplices de los cómplices.
Y qué me dicen del crecimiento electoral de Aralar, esa gran esperanza para una Euskadi en paz, que al parecer ha recibido parte de los votos perdidos por Batasuna? Uno diría que es una muestra del esfuerzo que cuesta todavía en este país renunciar a aplaudir la violencia terrorista, ingresar después en la política a secas y llegar, por fin, a admitir principios democráticos mínimos. De los hitos de Aralar en esta legislatura les cuento sólo un par de sus hazañas en Navarra en vísperas de las elecciones vascas. Este partido de paz se abstuvo de aprobar el texto del Parlamento contra el último atentado de ETA. No porque ellos aprueben ese crimen, faltaría más, sino porque no pueden felicitar a la vez a los Cuerpos de Seguridad cuya misión es impedirlo o reprimirlo. Es decir, porque ellos condenan por igual ambas violencias y, al deslegitimar así la del Estado, hacen menos mala la terrorista. La misma lógica les lleva sin respiro a juzgar «lamentable» la decisión del Tribunal Supremo de anular las candidaturas de Askatasuna y D3M. Y es que, advierten, «para llegar a la pacificación (obsérvese: no a una paz justa) hace falta que los cauces políticos, al margen de las ideas de cada uno, sean respetados…». Al margen, digamos, de unas ideas que persiguen hacer estallar los cauces políticos propios de la democracia. Es una tolerancia de lo intolerable, pero ellos son así de abiertos. Ya ven cómo el final de la violencia no traerá por sí mismo el final de los males del País Vasco ni vuelve legítimo cualquier proyecto que aquí se incube.
Dado el panorama, tampoco es para tirar cohetes. Sólo estamos en el principio del comienzo del fin y, a poco que me apuren, en el prólogo de ese principio. Se ha repetido con razón que en el País Vasco no basta con un cambio de gobierno, sino de régimen; ni de políticos, sino de política; y que, más que una alternancia en el poder, el gobierno que venga debe ofrecer una alternativa. Pues la curación de nuestra sociedad será tarea de generaciones, tanta es la infección moral y política que padecemos.
Pero hay que comenzar cuanto antes y las voces de prudencia -¡que ellos no se asusten!- pueden pecar de imprudentes. La responsabilidad no exige olvidar responsabilidades pasadas ni consentir dogmas y políticas rebosantes de etnicismo. ¿Cómo respetar unas leyes educativas pensadas para un currículum vasco «que responda a las necesidades de Euskal Herria»? ¿Bastará con retocar un poco la política lingüística y, con ella, los requisitos de acceso al empleo público? ¿Cabe mantener las copiosas subvenciones a esas asociaciones que cultivan lo propio para odiar mejor lo ajeno? No hace falta precaverse de formar un frente; sean cuales fueren las medidas del nuevo gobierno, serán tachadas por los de enfrente de frentistas. Pero si queremos integrar esta sociedad partida, sería un funesto sinsentido mantener las doctrinas y prácticas que la han desintegrado durante cuarenta años. Habrá más bien que ir sembrando la idea de que primero somos ciudadanos y, sólo después, ciudadanos vascos. ¿Que esto requiere un frente? Pues vale, vamos al frente.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL CORREO, 28/3/2009