Durante muchos años, en el País Vasco se vio con monstruosa normalidad la presencia cotidiana de la muerte. Denunciar el inmenso iceberg de humillación que el nacionalismo mantenía sumergido irritaba y enturbiaba la convivencia. Lo peor que puede ocurrirnos hoy es que nos conformemos con repetir: no sé lo que pasa a mi alrededor, y eso es lo que quiero que pase.
TERCIA hoy entre nuestros dirigentes políticos la costumbre de exigir el secreto como derecho, como patente de corso. Una de sus frases fundamentales es la siguiente: hablemos más en privado y menos en público. Latiguillo que con frecuencia se utiliza después de haber empleado este otro argumento: no hay que hacer electoralismo de ese tema. Es decir: hay que relegar el debate público a la oscuridad de lo privado, a la soledad de los armarios, al tejemaneje de los pasillos, a las patas de los gatos. Todo pasa por hacer, sobre los problemas nacionales, el silencio del secreto. El enemigo es el debate en la esfera pública, la política misma, el pensamiento discutidor, que ha sido reemplazado por el cliché, la frase inane, exenta de contenido y como nacida de un cerebro paralítico, el eslogan, o la papilla del corazón. Recuérdese la campaña socialista en pro del Estatuto catalán, que decía: «El PP utilizará tu no contra Cataluña».
El enemigo es el argumento razonado, el escenario, el foco. El enemigo es la superficie. Vivimos bajo el agua, donde la verdadera lengua universal y de oro es el silencio. Tiempo pintado al carbón. Tiempo donde la realidad se entierra cada vez más profundamente para que no pueda ser reconocida, para que no nos retrate. Tiempo donde cualquier pregunta llega a destiempo.
¿Cuántas veces hemos oído últimamente que no es oportuno ni recomendable hablar ante el ciudadano o en el parlamento de tal o cual asunto? Todo es tan complicado y lejano… Todo es tan inasumible para la opinión pública y la opinión publicada… Todo puede ser tan desagradable. No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que no está bien decir ciertas cosas, del mismo modo que en la Inglaterra de la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita.
¿Cuántos telones han caído así, ante la mirada triste o atónita del espectador? Ha caído y cae el telón sobre el paisaje corrompido del 3 por ciento catalán; sobre los muy nebulosos, y terriblemente sanguinarios, atentados del 11 M; sobre las llamas que, este verano, han calcinado las verdes tierras gallegas; sobre la extorsión encofrada del País Vasco, donde al participar en la recaudación del mafioso «impuesto revolucionario» se le llama hoy contribuir heroicamente a la concordia pública. Ha caído el telón -y que se haya producido un acuerdo general y tácito para que así ocurra no es muy buen síntoma- sobre las conversaciones con una banda terrorista cuyos alabarderos se dan el lujo de reivindicar chulescamente Navarra o muerte o amenazar con pegarle siete tiros y arrancarle la piel a tiras al presidente del tribunal que los juzgaba.
Todos hablamos el mismo idioma cuando callamos, de ahí, quizá también, esa añoranza de la censura que han revelado socialistas y nacionalistas catalanes con la creación del Consejo Audiovisual de Cataluña, un órgano político administrativo que puede decretar la clausura temporal de una emisora de radio o televisión, incluso su cierre definitivo, y cuyo objetivo parece estar en que no se hable de lo único que urge hablar hoy en Cataluña: de las corrupciones y los abusos políticos, de la endogamia nacionalista y su espíritu totalizador, de por qué quienes tienen el poder y están al frente de las instituciones -como recuerda Onaindía del País Vasco- se disfrazan de marginados y les roban su lenguaje, y los marginados vagan perdidos como si tuvieran todas las culpas de la historia. ¿Todos los que defienden este sucedáneo de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966 saben que sin una prensa libre ningún derecho vale lo que el papel en que está escrito? ¿No se dan cuenta de que, al apoyar los métodos dictatoriales del pasado, puede llegar un momento en que esos métodos sean usados «contra ellos» y no «por ellos»?
Si la libertad significa algo, decía Orwell, es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oír, el derecho a ser inoportuno. He ahí algo que no deberíamos dejar de escribir en voz alta, de subrayar una y otra y otra vez, cuando se nos dice que debemos sustraer del debate político determinadas cuestiones, que además suelen ser las que más preocupan a la ciudadanía.
Porque cuando las gentes se acostumbran a oír una cosa empiezan por no encontrarla extraña y acaban por encontrarla razonable. La mirada se adapta a la oscuridad como se aviene a considerar placentera la visión de un bodegón del siglo XVII, esa pintura que al final devora a los huéspedes, a los anfitriones y a la casa. Tan es así -y vayamos a un viejo y espeluznante ejemplo- que durante los años de la Segunda Guerra Mundial la mayoría del pueblo alemán aceptó sin reparos el eslogan inventado por el gran publicista de Hitler, Goebbels: primero, que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania; y tercero, que era una cuestión de vida o de muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados. Tan es así que, en el País Vasco, y durante muchos años, se vio con monstruosa normalidad la presencia cotidiana del infierno y la muerte en la vida de muchas personas desbaratadas por la saña del terrorismo. Entonces, se repetía, denunciar el inmenso iceberg de humillación y vejación que el mundo del nacionalismo prefería mantener sumergido, era inoportuno: irritaba y enturbiaba la convivencia.
Lo peor que puede ocurrirnos hoy, después de que dijéramos que nunca más aceptaríamos el silencio, es que nos contentáramos con repetir, sin más, la máxima de Joubert: no sé lo que pasa a mi alrededor, y eso es lo que quiero que pase. Sombra que cruza las espléndidas Memorias de Ultratumba, de Chateaubriand, Joubert es el enciclopedista francés que durante el tormentoso final del siglo XVIII se recluye en una villa remota. Lee, relee más bien con lentitud… Ha visto la Revolución. Ha asistido al proceso de Luis XVI. El tiempo pasa y regresa a París. Llega a convertirse en consejero de la Universidad Imperial, pero desempeña este cargo con la indiferencia con que ha contemplado el regicidio de Luis XVI y luego será espectador de la Restauración. Viviendo hasta su muerte con la mayor conformidad, en el olimpo de los eruditos, siempre entre nubes de rapé y tabaqueras de laca.
He aquí Joubert. He aquí lo que parecen esperar de los oponentes, del ciudadano, y también del periodista y del intelectual, nuestros dirigentes de hoy: que lentamente vayamos convirtiéndonos en personajes descomprometidos, que hagamos de rebaño mientras se despoja de política a la política misma, mientras se la vacía de ideas y valores. He ahí lo que parece sugerirse cuando se subraya la necesidad de retirar del debate político las grandes cuestiones de Estado. Es decir, y por continuar con el preocupante ejemplo del País Vasco, que nadie se asombre públicamente si se hace caso omiso de los formulismos procesales, rigurosamente insoslayables en toda democracia, que contemplemos sin inmutarnos el apagón del cerco judicial a Batasuna, que concedamos estatuto de Gandhi a personajillos del bajo fondo etarra, que ocultemos nuestra inquietud ante los autobuses devorados por las llamas, que ignoremos las amenazas a intelectuales y concejales por su supuesta intransigencia, y nos tranquilicemos cerrando los ojos, como en el pasado.
Hombre sin noticias, mundo a oscuras, dice Gracián. Vivir rodeado de silencios, dejándose llevar, es vivir sin ojos. ¿Hay que recordar que esto supone una grave derrota del espíritu? ¿Hay que recordar que democracia, además de a un conjunto de reglas para solucionar los conflictos sin derramamiento de sangre, equivale a voces libres, a foro repleto de palabras, a plaza donde se parlamenta, a lugar donde los asuntos de interés público se hacen visibles al ciudadano? Porque lo característico del régimen oligárquico no es precisamente la violencia, sino el secreto. Democracia es publicidad. Luz y taquígrafos. Lo demás es regresar a las prácticas de la vieja política, a los cambalaches de la vieja monarquía cuyos prohombres, repletos de jactancias y vociferaciones esdrújulas, forjaron una época en que reinaba un orden delicioso: se hizo en ella o se dejó de hacer todo en beneficio de una máscara y ficción de orden, o de paz.
(Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto)
Fernando García de Cortázar, ABC, 3/10/2006