CÉSAR ANTONIO MOLINA-El Mundo
El autor considera que el juicio del 1-O, sea cual sea la sentencia, demuestra que los acusados, cuya intención era destruir España, no sólo cometieron perjurios sino que traicionaron al resto de sus compatriotas.
De la contemplación sosegada del juicio, un gran mérito para quien haya estado dispuesto, cualquier persona de cualquier parte de nuestro país deduce, sin gran agudeza de ingenio, que estos mediocres personajes que han venido sentándose en los aterciopelados banquillos son absolutamente culpables en el grado que finalmente el Tribunal Supremo, ejemplo de la división de poderes, juzgue oportuno. Culpables contra la memoria de los ilustrados, liberales y republicanos de nuestra historia. Culpables contra todos los que lucharon o luchamos porque pudieran seguir siendo libres, pensaran lo que pensaran. Aquí no se les ha juzgado por ser nacionalistas, racistas, falsos republicanos, xenófobos en Jaguar animando a los tractoristas a manifestarse –como esa tozuda e inculta Laura Borràs, oprobio para la universidad–, totalitarios, fanáticos, sectarios, mentirosos, cobardes (la cobardía de no reconocerlo al menos que lo hicieron y, por tanto, antiheroicos), asesinos de la libertad o liberticidas, sino por algo tan sencillo como no cumplir las leyes, violar la Constitución y ejercer un poder que se atribuyeron ilegalmente.
Sean condenados o no, sean sediciosos o rebeldes, deberían ser arrojados, como sucedía en la antigua Grecia, fuera de las murallas de la polis y que allí se dedicaran a dialogar, el resto de sus días, con las bestias salvajes, de las que hablaba Torra quizá refiriéndose a él mismo, sus verdaderos interlocutores. Zweig, en carta a Freud, en el año 1939, le decía: «Tenemos que permanecer firmes, no tendría sentido morirse sin haber visto antes el descenso de los criminales a los infiernos». Ambos murieron antes, pero sus justos deseos se cumplieron igualmente. Ambos, grandes autores, a diferencia de aquellos y estos delincuentes liberticidas, eran antifanáticos en el mejor sentido de la calificación que, varios siglos atrás, había enunciado igualmente Erasmo: amor a la verdad, a la justicia, espíritu democrático, ecuanimidad, moderación, templanza, y siempre disponer de más dudas que certezas. Los fanáticos y sectarios, como los aquí juzgados, solo tienen sus certezas inventadas para engañarse de una existencia mediocre e indigna. Fanatismo y sectarismo desvergonzado, como ellos mismos han manifestado en sus últimas declaraciones secundadas por unos abogados al límite, ellos mismos, de la Justicia. ¿Cómo se puede permitir que unos letrados quieran superponer la política a las leyes? A veces se han semejado más a cómplices que intérpretes de las normas que ellos también representan. Cómplices de los asesinos de palomas, como diría Lorca, él sí mártir por la causa justa de la República a la que los nacionalistas catalanes vilmente traicionaron y combatieron, siendo indirectamente cómplices de Franco y el fascismo.
Esta larga obra de teatro, muy triste, a la que he asistido incrédulo durante tantos días, ¿ha sido un drama o una tragedia? María Zambrano escribió, en el año 1937, un incipiente libro (luego revisado y ampliado) titulado Los intelectuales en el drama de España. ¿Porqué dijo drama y no tragedia? La palabra tragedia aparece frecuentemente en las páginas de sus libros y Antígona era, para nuestra filósofa, el gran arquetipo de nuestra Guerra Civil. Drama o tragedia pero no melodrama donde se exageran los aspectos sentimentales y patéticos que conducen a emociones lacrimosas. Quizás al maestro de nuestra pensadora, Ortega, le hubiera satisfecho. Pero para María Zambrano el drama aún daba esperanza a un futuro menos ingrato, pues la tragedia conducía directamente a los acantilados. En el drama, las acciones y situaciones tensas, y las pasiones conflictivas, tienen un final incierto; mientras que en la tragedia el desenlace suele ser siempre funesto y definitivo al enfrentarse la libertad y la necesidad. A veces he tenido la sensación de que también este juicio se deslizaba por la representación de un auto sacramental, el misterio de la eucaristía. La eucaristía del nacionalismo que quiso ser, pero finalmente no pudo ser, según sus promotores y abogados. Los abogados que podrían resumir sus poco afortunadas intervenciones despenalizadoras en aquel verso de Yeats: I sing what was lost and dread what was won, es decir, «canto lo que se perdió y temo lo ganado». La cárcel, en este caso.
La proclamación pública y solemne de las culpas de los acusados siempre nos retrotrae a un acto de fe. Supongo que esa será la sensación que viva Oriol Junqueras, el más místico, cínico y el mayor farsante de todos los presentes, que cuando era alumno del Liceo Italiano en Barcelona representó la obra de Robert Graves Yo Claudio. Él sabe mejor que nadie que deben ser castigados, que la democracia debe castigarlos. Él también, en un juicio divino, lo sería y mucho. En el colegio dominico en el que yo estudié, el sacramento de la confesión (la suya, en este caso) servía para el perdón de los pecados. Y ese perdón no era fruto de nuestros esfuerzos (los suyos ahora, dado que yo soy agnóstico), sino que era un regalo, un don del Espíritu Santo.
LA CONFESIÓN, es decir, este juicio, a Oriol Junqueras, pero también al resto de sus compañeros, los debería llevar hacia el examen de conciencia, la contrición (el arrepentimiento, no de ser nacionalista, que también podría ser) pero sobre todo de erigirse como el verdadero cabecilla de la conspiración fracasada, según subrayó el fiscal Zaragoza quien, junto con el juez Marchena, deberían ser nombrados Defensores de la Democracia. Y, por supuesto, el propósito de enmienda, es decir, no volver a realizar estos pecados capitales. Porque son pecados capitales y en absoluto veniales. E, igualmente, llevar a cabo la penitencia. Cumplido todo esto se alcanzaba el perdón. Pero Oriol Junqueras y todos los demás cómplices no cumplirán la contrición y, menos aún, el propósito de enmienda, por lo que el confesor carcelario jamás les perdonaría y absolvería. Igualmente, lo debe llevar a cabo nuestra democracia atacada y vilipendiada. Tengan la culpa que tengan no se les puede perdonar por el grave daño que nos han hecho al resto de los españoles y por el riesgo, confirmado chulescamente por ellos ante el tribunal que los ha juzgado, de que volverían a hacer lo mismo una vez salgan a la calle ahora o más adelante. La democracia española no debe temer algaradas como tampoco temió a las de ETA. La democracia española tiene que cumplir y hacer cumplir la ley. La democracia española tiene que defender, por encima de todo, la libertad de sus representados. Sí, por supuesto, siempre hablar y dialogar, pero ya no con estos interlocutores. Han quedado incapacitados. Fuera totalmente del juego. Fuera de la ley.
La Segunda República Española, de la que esta democracia es heredera, fue débil, muy débil, extremadamente débil, y sucumbió a manos de estos mismos nacionalistas de ahora y de los extremismos de derechas e izquierdas, hoy rebautizados como populismos. Franco hizo el resto del trabajo sucio. Las democracias europeas del período de entreguerras fueron débiles, muy débiles, y también traicionaron a nuestra República. Lo pagaron muy caro. No hace falta volver a equivocarse. La democracia no debe temer hacer cumplir la ley, sino todo lo contrario. La democracia no debe amedrentarse, ni tampoco envalentonarse. Simplemente debe cumplir escrupulosamente con la ley. Y sí, luego hablar con otros interlocutores de manos limpias. Los de ahora ya no sirven; han ido a parar al basurero de la historia.
César Antonio Molina es escritor, ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. Su último libro es Las democracias suicidas (Fórcola).