Kepa Aulestia-El Correo

Incluso en estado de alarma, la Constitución nos da derecho a pedir a los gobernantes que no nos mitineen. Basta con que nos digan lo que debemos hacer

La pandemia del Covid-19 ha dado lugar a una conjunción excepcional entre la insistente remisión del poder político a las indicaciones científicas y la aplicación constitucional del estado de alarma. Solo que los epidemiólogos, virólogos, matemáticos y físicos constituyen una suerte de diversas agencias de inteligencia a las que los gobiernos recurren formulando preguntas muy intencionadas, y de cuya diversidad se sirven para alegar que no están del todo de acuerdo. Solo que el estado de alarma por crisis epidémica confiere al Gobierno de turno atribuciones tan amplias que le vuelven absoluto o se lo hacen creer. Hace exactamente un mes, el 4 de marzo, todos los institutos y expertos reconocidos en la materia sabían que la epidemia iba a alcanzar en España las cotas actuales o más. Discrepaban si acaso sobre su magnitud. Pero el poder político evitó formular preguntas que le comprometieran en exceso aquellos días.

Necesitaba tiempo para metabolizar la restricción, porque el canon de la comunicación política en las sociedades actuales prohíbe a los dirigentes hacerse portadores de malas noticias. La declaración del estado de alarma surgió como de la nada, convirtiendo en detalle de mal gusto -de mal patriota- preguntar sobre las jornadas previas a aquel 14 de marzo. Y preguntar luego sobre los días sucesivos. El ‘druida’ Simón mantuvo durante dos semanas el mito del ‘pico’ epidémico, que ya no importa nada porque nos encontramos en la ‘meseta’. Y hace nada que nos advirtió de los riesgos que comporta la transmisión intrafamiliar en el encierro, cuando llevábamos dos semanas hacinados.

La sorprendente coincidencia entre días con más de 900 personas fallecidas y una bajada en la afluencia hospitalaria y de los ingresos en UCI se tramitan con normalidad, porque deberá ser así. Nunca sabremos cuántas personas mayores han muerto en las residencias a causa del coronavirus, porque el confinamiento resulta tan sufriente que se vuelve reacio a saber lo que pasa en realidad. Es así cómo responsables gubernamentales se jactan nada menos que de haberse «anticipado» a los acontecimientos. Aunque ninguno de ellos puede vindicar una sola decisión que no fuese a rastras de la epidemia días después de haberse evidenciado el horror. Se atreven a comportarse así porque saben que los ciudadanos estamos avergonzados de habernos resistido mentalmente a las restricciones. Mejor no preguntar más, no sea que nos inquieran sobre el grado de virtud de nuestra conducta e incluso de nuestros pensamientos. Pero, a cambio, incluso en estado de alarma, la Constitución nos da derecho a pedir a los gobernantes que no nos mitineen. Basta con que nos digan lo que tenemos que hacer.