Antonio Rivera-El Correo

El presupuesto es otro invento más de la política moderna. Viene de la constitución de 1812, de ‘La Pepa’, que establecía el poder de las Cortes para «fijar los gastos de la administración pública»; en consonancia, también fijaban las contribuciones (los impuestos). El primero fue el de Garay, en 1817, y luego López Ballesteros lo convirtió en rutina en la década de los veinte. Los reaccionarios y Fernando VII lo veían como lo que era: una limitación al poder absoluto del monarca, y también en consonancia lo rechazaron.

El presupuesto es la ley fundamental de una legislatura parlamentaria. Señala las grandes líneas estratégicas de ingresos/gastos de un gobierno, es la fotografía más fiel de su política. A su vez, permite reformar la dirección del Estado haciendo cambios de fondo en las grandes cifras. Finalmente, hace posible el control del Ejecutivo por el Parlamento al indicar exhaustivamente cada partida y su objeto. El presupuesto sigue limitando hoy la inclinación a un poder sin restricciones.

Se puede gobernar sin presupuesto, por supuesto. En la actual democracia lo hicimos ya en 1978 y luego en alguna ocasión más, pero desde 2017 se ha hecho tan habitual esta irregularidad que se ha convertido en algo normal: la actual legislatura, ya mediada, subsiste con los presupuestos de la anterior, y amenaza con no dotarse de unos propios hasta su final. ¿Cómo es posible esto? Básicamente, de dos maneras. En lo formal, aprovechando la degradación de la norma (y de la democracia) que propicia el escenario polarizado. Se impugna la tradición de convocar nuevas elecciones al no tener mayoría para aprobarlo por aquello del temor a lo que venga alternativamente. Lo dijo Patxi López el otro día de forma enrevesada: «Así lo han querido los ciudadanos». En lo práctico, se gobierna a partir de políticas que no implican gasto –la reducción de la jornada laboral, el posicionamiento sobre Gaza–, siguiendo la máxima de ‘si no tienes dinero, haz discurso’, y se recurre a los fondos europeos (Next Generation) para desarrollar algunas líneas estratégicas que sí lo precisan. A partir de ahí, todo es continuidad presupuestaria, interrumpida por debates ideológicos que, o no se concretan en algo real por desacuerdo, o se deriva el gasto ‘ad calendas grecas’ anunciando las mismas novedades varias veces.

Por las muestras, este ejercicio se irá también sin presupuesto y las ayudas europeas terminarán en el verano próximo. Ese podría ser el límite de resiliencia para el presidente, instalado ya en esta singular rutina de mandar sin gobernar. No será el principal argumento para esa decisión. A pesar de su importancia, la centralidad del presupuesto es otra más de las que se han ido por el retrete de nuestra democracia, por mor de las urgencias de sostener un Ejecutivo moribundo frente a las peligrosas ínfulas e ideas de quien se propone para sucederle.

En el practicismo de este viaje vuelve a dañarse el crédito y la funcionalidad de la democracia: la claridad de la política estatal, las posibilidades de control del gobierno y la garantía de la rendición de cuentas. Poca cosa.