Que vuelva el igualitarismo jacobino, el de Babeuf, el de Marx, aunque sea vía concurso parias de la Tierra caninos, que me hace creer todavía en la Humanidad. Mi eterna solidaridad con los perros sin raza, porque nos hacen aterrizar en la normalidad ante tanta subnormalidad identitaria y pluralista, pijotada de la posmodernidad.
Me acaba de conmover descubrir en el periódico que en Santurtzi se organiza un concurso para los perros sin raza, esos pequeños parias de la Tierra que tenían que tener su día de gloria, porque a la hora de descubrir chuchos con capacidad de supervivencia, agradecimiento e inteligencia vamos a donde estos descastados. Humble, el perro de Guillermo Brown, era catalogado por su creadora, la escritora Richmal Crompton, como perro de raza indefinible. Éstos son los majos.
Una de las mayores desazones familiares que he vivido fue cuando hace años nos acercamos al incipiente concurso de perro pastor vasco de Busturia. Un familiar mío salió de mal genio, dejando inmediatamente de ser nacionalista. Se hizo español en aquel momento, porque su preciosa perra pastora no era, según el jurado, vasca, sino catalana, y no podía entrar en el concurso. «¡Cómo va a ser catalana, si ha nacido en Mundaka!», se quejaba, pero ni por esas. Tampoco le hicieron caso a Boni, el chico viejo selebre del pueblo, que quiso presentar a su ratonero, un vivales que atravesaba los cincos barrios del valle a la búsqueda de novias, y su queja fue rechazada con el mayor de los desprecios: «Pastor no sé si será», argumentaba Boni, «pero vasco seguro que sí, que ha nacido en este mismo caserío», e indicaba una cercana casa esperando que hiciesen una excepción con su perro, visto su linaje tan cercano. Pero el jurado se había reunido para evitar a parvenus con unos criterios estrictos que a uno le recordaban los de los nazis sobre las características de una raza. Me fui de allí sonriendo del mal genio de mi pariente, quien acababa de descubrir muchas cosas con la anécdota de su perra que no había descubierto entre humanos, decidido a arrojar por la ventana la primera edición de Ez Dok Amairu y comprar el cancionero completo de Juanita Reina (propio de bermeanos).
Por eso, el concurso para los sin raza, color, divisa, ni grito, se podría añadir, como los milicianos urbanos de Bilbao, hijos de este pueblo invicto, me ha vuelto a acercar a la Humanidad en una época en la que se premia la identidad diferenciada, prólogo de todo privilegio. Que vuelva el igualitarismo jacobino, el de Babeuf, el de Marx, aunque sea vía concurso parias de la Tierra caninos, que a pesar de modesto, me hace creer todavía en la Humanidad. Las razas no la inventan los sujetos; son élites las que encuentran útil esa clasificación. Los últimos en tener la culpa son los pobres perros, que bastante problema sufren con haber sido manipulados por el hombre casi desde el Paleolítico. Bien poca culpa tuvieron los manipulados por la raza superior aria o el Imperio Hacia Dios; eran los de arriba los que les enajenaban. Eso sí, cuando se lo creían, se lo creían de verdad, y creyeron comerse el mundo en un paseo militar hasta que les llegó su Stalingrado.
El perro sin raza es más humano, digo yo, porque quitando cuatro y un tambor, a los que sí se puede calificar de especímenes puros, lo más difícil entre los hombres, se empeñen lo que se empeñen los apóstoles del endogámico Rh negativo, es encontrar ejemplares puros. Siempre ha habido por ahí rondando un gitanillo, un judío o un morito, si no antes un fenicio, y más en esta España atravesada por todas las culturas y conquistadores. Mi eterna solidaridad con los perros sin raza, porque nos hacen aterrizar en la normalidad ante tanta subnormalidad identitaria y pluralista, pijotada de la posmodernidad para que ganen las elecciones algunos.
Y en este verano en el que atravesaremos Europa veremos a estos indefinibles de raza ante todos los cubos de basura, sobreviviendo y acercándose medrosos moviendo el rabo sin entusiasmo ante alguna chuchería. Son también los abandonados -los de pedigrí tienen su valor económico-, los de un capricho momentáneo a los que se deja cuando nos vamos a atravesar toda Europa y las perreras no dan abasto a recogerlos. Tiñosos, pulgosos, con llagas por las pedradas recibidas, pero, como dice el lema, ellos, los parias caninos, nunca te abandonarían, entre otras razones porque dependen en todos los aspectos de ti.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 2/8/2006