Luisa Etxenike, EL PAÍS, 11/7/2011
Que la representación de la belleza de una lengua recaiga en una palabra que la gente no sabe lo que quiere decir, tiene en mi opinión el valor de un síntoma o de un signo que no merecen descuidarse. O que merecen interpretarse desde más de un ángulo.
Con motivo de la celebración, el pasado 18 de junio, del Día E, la fiesta del español, el Instituto Cervantes organizó una votación para determinar cuál era su palabra más bonita. La mayoría de los más de 30.000 participantes se decantó por Querétaro, un vocablo sonoro, hay que reconocerlo, pero cuyo sentido -sabemos ahora que se trata del nombre de una ciudad mexicana- prácticamente todo el mundo desconocía. Que la representación de la belleza de una lengua recaiga en una palabra que la gente no sabe lo que quiere decir, tiene en mi opinión el valor de un síntoma o de un signo que no merecen descuidarse. O que merecen interpretarse desde más de un ángulo.
Tomándose las cosas a la tremenda, podría entenderse que esta elección «a ciegas» es la metáfora triste pero certera de la pérdida de competencia lingüística que se observa desde hace tiempo en la sociedad, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Y que es natural que pueda triunfar una palabra desconocida, porque el «sin sentido» lingüístico se ha vuelto una práctica corriente, porque nos estamos acostumbrando a que muchas palabras dejen de pertenecernos, a que desaparezcan de nuestras vidas, de nuestra capacidad de pensamiento, comunicación, expresión íntima y social. El triunfo de Querétaro sería, entonces, como una fotografía en tiempo real de la desertización que avanza sobre el terreno del lenguaje, agrietándolo.
Pero hay desde luego otras posibilidades interpretativas, desde las que el asunto puede tomarse con más optimismo y alegría. Como se lo han tomado, a juzgar por sus intervenciones públicas, los organizadores del concurso. Cabe pensar que han visto en la victoria de esta palabra misteriosa la señal no de una muerte sino de una vida para nuestra lengua. El ejemplo perfecto de una ganancia, de una incorporación. Y es verdad que antes (casi) nadie sabía lo que significaba Querétaro y ahora sabemos incluso que en esa ciudad mexicana la selección española de fútbol ganó hace años un partido de Mundial, y además por goleada.
Yo participo un poco de los dos sentimientos. Veo luces en la elección de Querétaro: la sabemos ahora y antes la ignorábamos; aprecio también su condición mestiza, en ella resuenan otras lenguas, es decir, esa maravillosa facilidad de los idiomas para juntarse y procrearse, y que quieren hacernos olvidar o despreciar los constructores de murallas lingüísticas, los especialistas de la segregación verbal, que tanto y de tan primera mano conocemos, por ejemplo, en Euskadi. Veo las luces de esa elección, pero también muchas sombras. No puede dejar de inquietarme el hecho de que triunfe lo que no se entiende. O de que gane precisamente la palabra que la gente menos puede comprender. No creo que la noticia de ese «sin sentido» deba recibirse alegremente. La alegría no debería nunca aplicarse al hecho de que las sociedades ignoren; sólo a que sepan al detalle, al dedillo, a conciencia lo que dicen y se les dice.
Luisa Etxenike, EL PAÍS, 11/7/2011