Miquel Escudero-El Imparcial
Hoy día este párrafo se lo podríamos enviar a cualquier amigo que sufra en las redes sociales un acoso en tromba (lo que está a la orden del día), en la idea de acorazarse de los beocios. Es conveniente centrarse en lo que de veras importa: el desarrollo intelectual y el avance de la virtud (los que conducen a la libertad y la igualdad de los seres humanos, sin distinción), y renunciar a leer siquiera los mensajes insultantes y estúpidos que se vierten por doquier.
Hay que decir que esas líneas fueron escritas hace casi quinientos años, en 1532, y que aparecen en una carta de Tomás Moro a su amigo Erasmo de Rotterdam. Para esa fecha, Moro ya había dimitido como Lord canciller de Inglaterra y dos años después, tras negarse a jurar la sucesión exigida por Enrique VIII, sería encarcelado en la Torre de Londres, donde estuvo hasta que se le decapitó el 6 de julio de 1535.
Veinte años antes de morir, Tomás Moro había escrito una narración que ha perdurado con los siglos y donde, de acuerdo con principios racionales, planteaba cómo resolver el problema de la pobreza: Utopía (‘un no-lugar’ sinónimo de paraíso, que en sus primeras ediciones italianas fue titulada Eutopía, ‘un buen lugar’).
La familia del ilustre humanista británico fue acorralada también económicamente. La esposa de Moro le suplicó que no fuera tan obstinado al rehusar el juramento que se le exigía. Repaso unas treinta cartas que se conservan de su tiempo en prisión: Últimas cartas (Acantilado), y me fijo en especial en las que se cruzó con su hija Margaret; hija mía queridísima, “la única que entre todos mis amigos tiene permiso para visitarme por gracioso favor del Rey”.
A ella le confiesa que su lealtad al monarca no puede hacerle cambiar de opinión sin peligro para su alma y que no puede pensar como lo hacen los otros. Pero tampoco pretende hacer proselitismo:
“Por lo que se refiere al juramento entero, nunca aparté a nadie de él, ni jamás aconsejé a nadie rechazarlo, ni nunca puse ni pondré ningún escrúpulo en la mente de ningún hombre, al contrario, dejo a cada uno con su propia conciencia. Y, la verdad, me parece que sería buena razón para que todos me dejaran a mí con la mía”.
Católico devoto, le habla a su hija de serenidad y paz de espíritu, de respeto por su propia alma:
“Y doy gracias a Dios, Meg, porque desde que he llegado aquí cada día que pasa hago menos caso de la muerte que el anterior”.
Meg le explicó por carta a una de sus hermanas que su padre, coherente, tierno y convincente, le habló así en una de sus visitas:
“Dios me ha puesto en esta angostura: o disgustarle mortalmente o aceptar cualquier daño temporal que Él, sirviéndose de este asunto, permita que caiga sobre mí por mis otros pecados”.
“Y no os preocupéis por mí por mucho que oigáis hablar, sino alegraos en Dios”.
Por su parte, Meg le escribiría:
“Padre, ¿cuál piensas que ha sido nuestro consuelo desde tu marcha? Pues no otro, sin duda, que la experiencia que hemos tenido de tu vida pasada y de tu comportamiento piadoso, de tu consejo acertado y de tu virtuoso ejemplo”.
Y ya en víspera de su ejecución, Tomás Moro le insistió en estas ideas:
“Dios nos conceda a ambos la gracia de desconfiar de nosotros mismos, y por entero depender de la fortaleza de Dios”, tu padre que tiernamente te ama. Una singular combinación de fe y de racionalidad de quien postula dudar de sí mismo.
Leyendo estas cartas he recordado unos versos a los que, en un grado u otro, nadie escapa. Su autor es Ulrich von Hutten, un caballero alemán propagandista de la Reforma luterana, y fue contemporáneo de Tomás Moro:
Yo no soy un libro hecho de reflexión,
yo soy un hombre con su contradicción.