La crisis actual puede ser la ocasión para que los sindicatos asuman su nueva situación y desarrollen un discurso nuevo, que sólo puede construirse aceptando que la ciudadanía en su conjunto se expresa por otros cauces diversos de los sindicales y que, por ello, su papel es colaborar críticamente con las decisiones elaboradas en esos otros cauces.
Si algo ha resultado llamativo y repugnante para la sensibilidad de muchos ciudadanos durante la reciente huelga ha sido la imagen de los piquetes violentos de trabajadores obligando a otros ciudadanos a actuar o abstenerse de actuar en libertad. Comportamientos que resultaban comprensibles y disculpables casi todavía ayer aparecen hoy como chirriantes atentados a la idea misma de lo que es una ciudadanía democrática. Y es que la democracia va madurando, incluso aquí. No se trata de exagerar ni de cargar las tintas, pero los sindicatos se equivocarían profundamente si no tuvieran en cuenta este rechazo instintivo del ciudadano. No es solo culpa de ellos lo sucedido, claro está, porque es un fenómeno al que coadyuva la ausencia (todavía hoy, después de más de treinta años) de una ley reguladora del derecho de huelga, y éste es un fracaso de la política democrática en su conjunto.
En cualquier caso, los piquetes son un ejemplo marginal de un problema más amplio y hondo: el de que los sindicatos españoles no encuentran su lugar y su forma de actuar en una sociedad que, cada vez más, se siente estructurada por su condición de ciudadanía. Los sindicatos fueron en una época prácticamente coextensivos con la sociedad, con la inmensa mayoría que precisaba de unas organizaciones colectivas de defensa de sus intereses; pero ya no lo son. Los sindicatos representan, cada vez más, sólo a una fracción de la sociedad, y la mayor parte de ella es ajena totalmente a su espíritu y su actividad. En esta nueva situación, los sindicatos deben modular su acción teniendo muy en cuenta que han dejado de ser los intérpretes privilegiados de los sectores más desprotegidos de la sociedad que antaño eran mayoría. No pueden seguir intentando apropiarse en exclusiva de la representación de lo que llaman ‘clases populares’ y que, en su mayor parte, son en realidad clases medias flanqueadas por grupos de excluidos. Son un actor importante, pero no el más importante.
Un sindicalismo español de escasa implantación social y, sobre todo, de débil implantación en las empresas ha buscado compensar esa debilidad mediante un acceso e influencia privilegiados sobre el Gobierno. Se ha comportado como un partido político que puede sostener o derribar gobiernos, más que como una organización independiente de intereses socioeconómicos. Ha intentado rentabilizar su actuación en un marco político, lo que le ha llevado también a asumir peajes políticos, pero el experimento parece haber llegado a su fin. Mejor haría en intentar volver al ámbito que nunca debió abandonar, el de las empresas y sectores productivos.
La época dorada de la concertación social y el neocorporativismo, en la que la política laboral y de rentas se fijaba entre los grandes interlocutores sindicales, empresariales y burocráticos, con un Gobierno encantado de bendecir cualquier acuerdo que garantizase paz y crecimiento, ha pasado. Los gobiernos de la época de la globalización se han convertido hoy en afanosos actores económicos a tiempo completo que buscan desesperadamente garantizar y mejorar la competitividad de su país. Están dispuestos a negociar y ceder contraprestaciones para engrasar la maquinaria del acuerdo social, pero ya nunca renunciarán a dirigir aquellos aspectos que afecten a esa competitividad. Porque sin ella no hay Estado de Bienestar. El Gobierno actúa cada vez más como un ‘empresario de país’ y los sindicatos deben asumir esa nueva condición: no pueden hacerle una huelga a ese empresario como se la hacían a otros, entre otras cosas porque ese Gobierno representa a los ciudadanos y sus decisiones han sido convalidadas en el Parlamento. Porque, mal que bien, no se olvide que el Gobierno representa a una generalidad y ellos, solo a una particularidad.
La crisis actual puede ser la ocasión para que los sindicatos asuman su nueva situación y desarrollen un relato nuevo. Un discurso que no sea el fácil del moralismo indignado (otros son los culpables) ni el del numantinismo heroico (no conseguirán cambiar el marco laboral). En su lugar, toca empezar a componer un discurso ciudadano, que sólo puede construirse aceptando que la ciudadanía en su conjunto se expresa por otros cauces diversos de los sindicales y que, por ello, su papel es colaborar con las decisiones elaboradas en esos otros cauces. Colaborar críticamente, colaborar para inclinarlas a su favor, colaborar negociando, pero colaborar.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 2/10/2010