Ignacio Camacho-ABC

  • El alejamiento de la realidad es el rasgo clave de una política afectada por un cuadro grave de alteración perceptiva

Antes y después de que un diputado cabestro del PP («persona torpe o ruda», cuarta acepción del DRAE) le faltase el respeto a Íñigo Errejón gritándole que fuera al médico, pasaron tres cosas muy significativas en el Congreso. La primera, que la oposición abroncó al portavoz izquierdista por sacar a colación un asunto, el de la salud mental y la atención psiquiátrica, que escapaba de la reyerta sectaria de trazo grueso en que se han convertido las sesiones de control al Gobierno. Es decir, por llevar a la Cámara de las broncas un problema práctico, objetivo, concreto. La segunda, que el presidente despachó la pregunta con una evasiva displicente, apenas un par de frases huecas demostrativas de que la cuestión le importaba lo mismo que al resto. Y la tercera, que el parlamentario faltón fue de inmediato linchado en redes y medios por la misma izquierda que lleva meses tildando de loca a Díaz Ayuso sin el menor miramiento. Si se juntan los tres aspectos sale un diagnóstico desolador sobre la psicología de una clase política ensimismada en un síndrome de bipolaridad aguda y de alejamiento de la realidad que sólo puede definirse como un trastorno esquizofrénico.

Porque aunque una parte relevante de la sociedad española se halle enfrascada en un enconado debate cainita, que los profesionales de la agitación disfrazan de batalla cultural (?) o de confrontación ideológica, la mayoría de la población vive perpleja ante el desdén con que los gestores públicos se desentienden de su tarea representativa para centrarse en sus propios conflictos y cuitas. El vértigo de los últimos diez días, la rebatiña de mociones de censura, deserciones, traiciones, transfuguismo y frenesí electoralista, encaja en la evaluación clínica de una subjetividad hipertrofiada, una suerte de alteración perceptiva que ignora las situaciones reales para entregarse a un enajenamiento de consecuencias suicidas. Una nación atribulada por una pandemia persistente, un colapso institucional, una crisis socioeconómica pavorosa y un torbellino extremista está dirigida por una pléyade de propagandistas facciosos que se dedican -unos más que otros, ciertamente, en una triste escala de insolvencia frívola- a cavar trincheras banderizas y a conspirar para repartirse canonjías. Y no es una hipérbole demagógica ni una simplificación al uso populista: el relato informativo de cada jornada arroja conclusiones bastante más sombrías.

El espectáculo de esta primavera es sólo la apoteosis de un gravísimo déficit de liderazgo que amenaza al país en un trance especialmente delicado. El delirio enfermizo de unas élites incompetentes, aisladas en un solipsismo tóxico, aboca a un enorme fracaso democrático. Y el consuelo voluntarista de pensar que los ciudadanos sean más sensatos que sus dirigentes no está del todo claro a tenor de la pasión con que los siguen (seguimos) votando.