IGNACIO CAMACHO-ABC
Lo más grave del caso Cifuentes es que nadie del partido de Gobierno haya previsto la posibilidad de un final patético
SE llama entrar en barrena, o caer en picado. El PP, la fuerza política más sólida y estable de este país, es ahora mismo una organización dominada por el caos y el pánico. Todo lo que le puede salir mal le sale peor, y sus estrategias –salvo la única que parece importarle al presidente, que es el pacto presupuestario– cosechan fracaso tras fracaso. Desde que el conflicto de Cataluña le estalló en las manos, los votantes han empezado a salir de estampida: es la última opción entre los menores de 45 años. Cada mañana sufre un vapuleo encarnizado desde las televisiones que el propio Gobierno, pasando por encima de los dictámenes de la Comisión de Competencia, regaló a sus adversarios. Los ministros se mueven por su cuenta, sin coordinación, sin liderazgo; dando espectáculos penosos como el de Montoro enfrentado a la Guardia Civil y a la abogacía del Estado. Sólo Rajoy aguanta enrocado en La Moncloa, imperturbable ante el desbarajuste, mientras la militancia y los cuadros se sienten resbalar por la pendiente perseguidos por una nube de escándalos.
La cacería de Cifuentes ha sido el último desastre táctico de un partido sumido en absoluto desconcierto. La resistencia a dejarla caer ha acabado en una humillación personal, un oprobio que no merecía aunque lo haya favorecido con su propio empeño. La idea de Cospedal de mantenerla un mes bajo el tiroteo para que Cs se desgastase al mismo tiempo ha resultado otro frustrante desacierto, fácilmente evitable con un rápido e higiénico relevo. En vez de eso, el PP ha permitido que la acosada presidenta madrileña cabalgase sin cabeza, como Sleepy Hollow, por el borde del infierno, y ahora es la marca entera, con sus siglas, la que se ha caído dentro. Se trate de fuego amigo, enemigo o procedente de las cloacas policiales, lo relevante del caso es que nadie haya calculado la posibilidad de un final patético. Todavía puede ser más grave el estropicio si se aferra al escaño y pretende conservar el poder interno, si quien todavía mande algo no se da cuenta de que es la ciudadela sagrada, la Massada de la derecha, la que está siendo devorada por el incendio. Y de que perder Madrid supone el final del juego.
Sin embargo, el asunto Cifuentes sólo es un síntoma de la amenaza creíble de descalabro. El antiguo partido rocoso, granítico, se ha cuarteado y ofrece grietas, cuando no boquetes, por todos los flancos. Su líder no conoce ni aprecia otro método que el del aguante –no le ha ido mal con él, desde luego– y no se muestra dispuesto a cambiar de recetario. Está acostumbrado a sacrificar peones con gesto gélido, como ayer, y permanecer impávido. Pero esta vez hay riesgo serio de desbandada entre su electorado. Los jóvenes ya ni se plantean votarlo y entre los más maduros crece el desencanto. En el mercado de la confianza, esencial para la política, el marianismo se ha convertido en un chicharro.