ROBERTO URIARTE TORREALDAY Profesor de Derecho Constitucional de la UPV/EHU-El Correo
Cuando una persona decide salir del domicilio familiar, suele utilizarse coloquialmente la expresión de que se ha independizado. Pero, ¿se ha independizado realmente? ¿Es tan fácil ser una persona independiente como dejar un hogar compartido? Y, planteando la cuestión en términos más generales, ¿poseen mayor independencia por principio las personas que viven solas que las que viven en compañía? Parece claro que no. Que el grado de autonomía decisoria que poseemos depende de múltiples factores, tanto objetivos como subjetivos. Puede que quien ha decidido irse a vivir por su cuenta no tenga los recursos suficientes, sean materiales o psicológicos para afrontar esa forma de vida; y puede que la soledad no le facilite e incluso le impida construir un proyecto de vida satisfactorio. En resumen, la ‘independencia formal’ que adquiere la persona que vive sola no implica necesariamente una ‘liberación’ o un empoderamiento de esa persona. De hecho, la soledad hace frecuentemente a las personas más dependientes.
En política sucede un poco lo mismo. La independencia formal no garantiza más que un incremento de la soberanía formal, pero no necesariamente de la soberanía real, entendida en términos de capacidad de adoptar decisiones propias o de neutralizar decisiones ajenas. El concepto de soberanía está tan idealizado en el debate político que no siempre se sabe deslindar su elemento formal del material. La consecuencia es que muchas personas, de buena voluntad y sin necesidad de ser nacionalistas, compran el discurso del ‘soberanismo’ en los siguientes términos: «Yo no soy nacionalista, pero creo que no se pueden desarrollar políticas alternativas a las de la globalización neoliberal mientras permanezcamos en…». Los puntos suspensivos pueden rellenarse con la Unión Europea, Gran Bretaña, Italia, España, etc.
Es evidente que la clave neoliberal bajo la cual se está articulando la globalización conlleva un incremento enorme de las desigualdades en los recursos y, en consecuencia, una restricción importante de la soberanía y de los derechos y un proceso generalizado de precarización de la vida, lo que trae a su vez unos niveles difusos pero importantes de malestar ciudadano. Y muchas personas de buena buena fe hacen la siguiente ecuación: si la Unión Europea o cualquiera de los estados desarrolla una función instrumental al servicio de ese modelo de desarrollo, recuperar la soberanía usurpada requiere ‘desconectar’ de Europa o del Estado al que se pertenece. Tanto algunos nacionalismos populistas, como el británico, como algunos sectores de la izquierda europea plantean el abandono de la Unión o al menos del euro. El nacionalismo escocés o el catalán plantean el abandono del Estado y la permanencia en la Unión y en el euro. Europa no tiene arreglo, afirman muchos ingleses. Reino Unido no tiene arreglo, responden muchos escoceses. Todos ellos fían la recuperación de las políticas soberanas al hecho de separarse de aquel a quien responsabilizan de su malestar.
Pero una cosa es que la actual Unión Europea o Reino Unido o cualquier otro Estado actúen como instrumento de un determinado modelo de globalización y otra muy distinta es pensar que matando a los mensajeros del rey vayamos a detener a sus ejércitos. Disponer de independencia formal no garantiza que se vayan a poder desarrollar políticas alternativas al actual modelo de precariedad y depredación. La auténtica soberanía ciudadana, la posibilidad de que las personas puedan desarrollar proyectos autónomos de vida, no se garantiza con la simple soberanía formal. Andorra es un Estado catalán independiente. Reúne los requisitos formales que la teoría del Estado clásica exigía, es decir, el control sobre la población que habita el territorio que delimitan sus fronteras. Pero, ¿tiene realmente una persona catalana que vive en Andorra mayor soberanía para desarrollar sus proyectos de vida que otra que vive en Barcelona? ¿Desarrolla de facto el Gobierno independiente de Andorra unas políticas que tiendan a preservar los derechos de las personas y a proteger el interés general y el espacio público cualitativamente superiores a las del Ayuntamiento de Barcelona? Claramente, no.
En resumen, no existe una ecuación cerrada entre soberanía formal y soberanía real, igual que tampoco es perfecta la ecuación entre vivir solo y tener más libertad que quienes comparten vivienda. Salvo que entendamos la soberanía del pueblo o de la nación como algo diferente de la soberanía de las personas que la habitan, en cuyo caso la conveniencia de la independencia es un dogma que no es necesario demostrar, lo cierto es que ni el poseer un Estado mononacional ni el compartir uno plurinacional garantiza de por sí que las ciudadanas y los ciudadanos vayan a poseer mayor o menor libertad o ‘derecho a decidir’ sobre las cuestiones fundamentales que estructuran su vida.