Kepa Aulestia, EL CORREO, 30/6/12
Mientras las instituciones se esfuerzan en hablar de transparencia, se incrementa la opacidad sobre la situación real de las cuentas públicas
Los resultados de la cumbre de Bruselas asemejan para el presidente Rajoy los laureles de un éxito deportivo que en este caso iban acompañados por las servidumbres de un poder cada día más exiguo. Por eso el presidente se despidió de la capital belga con un anuncio que sus socios podrían interpretar como displicente: después de una dramática noche de negociaciones y vetos, España no recurrirá a los fondos de rescate europeos. Salvarse in extremis e ir tirando, esa parece la tónica. Pero la realidad acecha el lunes que viene, y se oculta en la letra pequeña de un acuerdo suficientemente ambiguo como para calificarlo de ‘político’, y no precisamente en el mejor sentido del término. Mientras tanto el principio de soberanía se deshilacha por sus tres costados. En primer lugar, España se verá obligada a ceder soberanía mucho antes de que la integración fiscal, bancaria y política se abra paso, porque las condiciones que acompañan al éxito de Bruselas –se haga el uso que se haga del mismo– implican una supervisión directa sobre sus cuentas. En segundo lugar, el mantenimiento de la deuda española dentro del mercado acarrea un coste ineludible, cual es la asunción de que nuestra capacidad de financiación no volverá a ser soberana sin que se produzca en los próximos años un más que improbable milagro económico. Aunque es el tercero de los costados de la soberanía el que puede acusar mayores daños, puesto que a la democracia parlamentaria y en última instancia a cada ciudadano, se le acaba de escapar otro paquete de atribuciones que de ahora en adelante engrosarán el poder de la tecnocracia supervisora, léase Banco Central Europeo.
La imposibilidad de prever y controlar las cuentas públicas resulta más que inquietante y es común a todas las instituciones. Superada la primera mitad del año, la ficción que ya representaban los presupuestos del ejercicio para las distintas administraciones ha sido ampliamente desbordada por una realidad que ofrece muchos menos ingresos de los esperados y poca capacidad para reducir el volumen total de gasto. El pasado jueves el Congreso culminaba la tramitación parlamentaria de las cuentas de 2012, pero lo que aprobó no tiene nada que ver con un ejercicio responsable de la acción legislativa sino con la inercia formalista de unas partidas que han ido rodando sin ton ni son. El déficit previsto para la Administración central al acabar el año ya ha sido alcanzado en los primeros seis meses del ejercicio. El incremento de los costes financieros de la deuda contraída está pesando cada día más sobre la disponibilidad presupuestaria. La recesión se está encargando del resto, incrementando necesidades sociales y deprimiendo la recaudación. Después de centrifugar hacia las comunidades autónomas la responsabilidad del déficit público español éstas parecen agazaparse ahora ante las apreturas que, siempre a su modo, intenta sortear el gobierno Rajoy. Pero ni siquiera nuestra ‘república cantábrica del concierto’ –en la que el ‘modelo Euskadi’ de López, las ilusiones nacionalistas de que Europa deshaga el Estado español y la siempre ocurrente gestión de Bildu se obstinan en dibujar un mundo aparte– está en condiciones de mofarse de los apuros por los que atraviesan De Guindos y Montoro como anfitriones de los «hombres de negro» instalados para siempre en Madrid.
Una visión optimista permitiría suponer que los desajustes y la incapacidad de las administraciones para presupuestar y operar con un mínimo de certidumbre en el ámbito de sus competencias pasarán con la crisis, y las instituciones volverán al remanso de ingresos previsibles y gastos razonables. Pero esto que está saltando por los aires es mucho más que el control momentáneo sobre lo público. Aun cuando la economía acabe recuperándose en un par de años, la volatilidad financiera ha venido para quedarse como un factor que condicionará a las sociedades desarrolladas y especialmente a las europeas. La deuda ya no es soberana y no volverá a serlo, por los menos para los países que ocupen una posición periférica. Del mismo modo que ese 2% de crecimiento preciso para generar puestos de trabajo en España puede constituir ya un parámetro poco fiable a la hora de imaginar escenarios rayanos con el pleno empleo, nadie es capaz de aventurar cuánto debería crecer la economía española o la vasca para que las instituciones públicas pudieran mantener una mínima velocidad de crucero en términos sociales y para que vuelvan a acceder a los mercados en condiciones razonables.
Mientras las instituciones se esfuerzan en hablar de transparencia, como lo acaba de hacer esta semana el gobierno López, se incrementa la opacidad sobre la situación real de las cuentas públicas. Desactivada la dialéctica gobierno-oposición por la inquina partidaria y el juego de posiciones, no sería exagerado concluir que la política nunca estuvo tan a merced de los eufemismos, de las cifras trucadas, de anuncios sin fuste, de excusas fáciles y empeños cortoplacistas. Nunca estuvo el ejercicio del poder tan mal visto por la opinión pública y, al mismo tiempo, tan poco sometido al escrutinio ciudadano sobre la verdad y la mentira de sus datos y propósitos. Como si la única supervisión validada en tiempo de crisis correspondiera a la tecnocracia, y la ciudadanía no tuviese otro remedio que renunciar a su soberano derecho a pedir cuentas de lo que están haciendo ayuntamientos, diputaciones o gobiernos autonómicos, porque ni siquiera la oposición resulta fiable en esa tarea.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 30/6/12