Agapito Ramos / Jorge M. Reverte, EL PAIS 05/11/12
Nada, ni siquiera el pueblo, puede situarse por encima de la legalidad.
Hay palabras que, combinadas, adquieren una potencia que, como algunos cocktails, pueden llegar a provocar efectos de ebriedad en quienes las usan sin el suficiente conocimiento. La combinación de soberanía y popular, por ejemplo, emborracha en muchas ocasiones a sus usuarios tanto como la mezcla de las inglesas gin y tonic.
Una utilización inteligente de cualquiera de las dos combinaciones proporciona placer, una sensación ligera de euforia y, a veces, una agudización atemperada y soportable del ingenio. Pero el abuso convierte a quien lo comete en alguien que llega a ser capaz de decir insensateces y convertirse en una amenaza para los demás.
Un abusador de la combinación gin y tonic puede, por ejemplo, asegurar que está en condiciones idóneas para conducir su coche. Y un abusador de soberanía y popular puede llegar a afirmar que está por encima de la ley y que no hay nada más democrático que lo que está pidiendo en la calle. Normalmente ambos efectos perversos se producen en público, con espectadores o compadres de farra que aplauden y refuerzan el eufórico resultado de la ebriedad inevitable.
Por supuesto, los daños colaterales que provocan las dos combinaciones descritas son muy diferentes. El de las bebidas puede acabar en una trifulca doméstica sin mayor trascendencia o en un grave accidente de tráfico, aunque de efectos limitados. El de los conceptos filosófico-políticos puede provocar situaciones de devastación a una escala gigantesca.
Tenemos muy cerca algunos abusos que sirven de ejemplo y ya están provocando graves consecuencias en nuestro país.
Hace apenas un año, y de madrugada, que es cuando estas cosas suceden con mayor frecuencia, los dos partidos mayoritarios españoles, el PSOE y el PP, pactaron un cambio en la Constitución que ponía fuera de la ley a John Maynard Keynes, al fijar que no se podían superar ciertas tasas de déficit en ninguna de las Administraciones del Estado. La decisión era discutible (lo sigue siendo), pero lo peor fue el método: se abría un camino para cambiar la Constitución que era abiertamente inconstitucional. La que llamamos con cierta rimbombancia Carta Magna se cambiaba sin recurrir a debates parlamentarios y, sobre todo, sin hacer ninguna consulta. Sentado aquel desastroso acto, nadie nos puede asegurar que se pueda cambiar algún otro aspecto de la Constitución en una noche de euforia. Podemos amanecer un día convertidos en República o ver cómo el Estado deja de ser garante de cosas como la Educación y la Salud.
¿Por qué se atrevieron los representantes de los dos grandes partidos a llegar a un acuerdo semejante? Por los gin-tonics que ingirieran parece ser que no, porque los personajes que encarnaron la tropelía gozan de fama de ser abstemios. El abuso previo al pacto fue de soberanía popular: entre ambos sumaban una mayoría abrumadora en el Congreso de los Diputados y en el Senado, representaban de forma mayoritaria la soberanía popular que les había dado los votos. Aunque no ese mandato preciso.
Un pensador francés más que relevante y uno de los mejores exponentes de la lucha por la democracia en su país, Raymond Aron, escribió hacia 1950 un magistral libro de reflexiones (Penser la liberté, penser la démocratie, Gallimard, 2005) en el que definía los principios esenciales para que existiera la democracia. Los dos principales eran la legalidad y la libertad. La soberanía popular la dejaba algo de lado porque daba por hecho que tenía que estar presente pero, también, que esa soberanía podía dar lugar a regímenes totalitarios, fascistas o comunistas. La ley, igual para todos los ciudadanos, impide el uso arbitrario del poder. La libertad, es un concepto que incluye la moral, que es de cada individuo, pero tiene el límite de la legalidad. Para los griegos, para Platón, la corrupción de la democracia se producía cuando “el pueblo se sitúa por encima de las leyes”.
Todo esto nos lleva a otro ejemplo reciente y extremo de ebriedad soberano-popular, que ha conducido a algunos políticos representantes de Comunidades de las llamadas históricas a poner la legalidad en un plano inferior al de la democracia. Un ejercicio ridículo, porque no existe la segunda sin la primera pero, además, un ejercicio abusivo y peligroso, porque eso se hace en nombre de la soberanía popular expresada a través de la ocupación de la calle, a través de mecanismos como los que recomendaban los pensadores nazis o bolcheviques. Todo el pueblo piensa lo mismo. Eso vale para saltarse la ley (porque cambiarla lleva su tiempo), pero con el fantástico aval de un pueblo unido, con una sola voz, que reclama su derecho a decidir pero al que el convocante no explica, por ejemplo, qué va a hacer con las minorías (aunque sean mayoritarias, como los castellanohablantes de una comunidad ejemplarmente bilingüe).
En pocos meses, el debate se ha desplazado y ahora se ha convertido en una discusión sobre qué soberanía popular es la que debe primar, la española o la de cada sitio. De momento, la ley es la ley, que señala a la primera de ambas. Eso se puede cambiar pero lleva su trámite, que es otra de las cualidades que definen una democracia seria, la de seguirlos.
¿Hace un gin-tonic? Sí, pero solo si mi mujer no bebe y quiere llevar el coche.
Agapito Ramos / Jorge M. Reverte, EL PAIS 05/11/12