Juan Luis Cebrián-El País
El desafío al que nos enfrentamos tiene características inquietantes: no se refiere a la nueva normalidad sino a la necesidad de instaurar un nuevo modelo de convivencia que garantice la solidez de la democracia
La semana pasada Juan Carlos Campo, ministro de Justicia, dijo en el Parlamento que nos encontramos ante una crisis constituyente. Es efectivamente lo que sucede, aunque no solo en nuestro país, y se debe sobre todo al estupor y el miedo que provoca la globalización, sentimientos magnificados ahora por la pandemia.
Campo dijo constituyente y no constitucional. No creo que se equivocara aunque luego alguien de su departamento hizo pública una necia rectificación. Es constituyente y es global porque enfrenta las dificultades del sistema representativo para hacer frente a la actual perturbación del orden emanado de la II Gran Guerra. Comentaristas de la derecha ponen el grito en el cielo relacionando su discurso con la mascarada del independentismo catalán. Pero el desafío al que nos enfrentamos tiene características todavía más inquietantes: se refiere a la necesidad de instaurar un nuevo modelo de convivencia que garantice la solidez de la democracia. No es la estúpida nueva normalidad, sino el mundo del inmediato futuro lo que hay que construir.
La destrucción del orden representativo tiene que ver con el desplazamiento de los centros de poder y el agotamiento de las estructuras políticas y mediáticas que vertebraban la toma de decisiones. Los tumultos contra la brutalidad policial que ahora sacuden la conciencia norteamericana responden a una pulsión idéntica a la de los movimientos tipo Occupy Wall Street, 15-M, primavera árabe o incluso Mee Too. Es la protesta frente a un sistema que se percibe injusto tanto para el interés colectivo como para las expectativas individuales, y en la que el espacio de lo social irrumpe y alborota el propio espacio político. Habíamos vivido algo parecido en Mayo del 68, pero entonces no había Internet ni redes sociales como las de ahora; persistía el telón de acero; no se había consumado el proceso descolonizador y apenas comenzaba la globalización de la economía financiera. Por si fueran pocas estas diferencias, la población mundial era menos de la mitad de lo que es hoy.
En situación como la actual un Gobierno verdaderamente progresista debería propiciar más el debate intelectual que los eslóganes y pasquines a que nos tiene acostumbrados. A Pablo Iglesias hay que reconocerle que ha teorizado en numerosas ocasiones sobre estos temas. Siempre me ha parecido que, aunque su diagnóstico es relativamente acertado, sus propuestas de solución resultan erróneas. Encaramado al populismo y acosado por contradicciones personales, temo que esté echando a perder su vocación intelectual sin que logre en cambio asaltar los cielos. Podemos tiene en cualquier caso un proyecto para España, que ya se ensayó en Venezuela y Bolivia con los lamentables resultados que conocemos. El problema es que el Partido Socialista Obrero Español no tiene proyecto alguno, o por mejor decir tiene una variedad de ellos, siempre que el que se aplique garantice el poder a su actual líder. Algunos ven en esto una dificultad, pero la experiencia demuestra que puede convertirse en una coyuntura favorable para el pacto.
Como respuesta a la crisis constituyente en el imaginario de Podemos se inscribe la clausura del régimen de 1978 y la apertura de un proceso del mismo género que acabe con la Monarquía. Estudioso de Negri y Hardt, profetas del libertarismo global, Iglesias no cree en la autonomía de la política respecto a lo social y posiblemente piensa que ocupar el poder constituyente equivale al triunfo de la revolución misma. Con un programa así es difícil mantener la coherencia en un equipo de gobierno desnortado por la incidencia sanitaria, contra la que ha luchado manteniendo al frente a un señor bastante bobo. La ciencia epidemiológica, si existe tal cosa, no saldrá bien parada de esas comparecencias en las que los políticos se escudan en los expertos y los expertos en los políticos. Pero la obligación de los que mandan, además de salvar vidas como dicen, es liderar la reconstrucción o, por mejor decir, construir el nuevo orden. El económico desde luego; el moral y político también. Nada de eso se puede ni se debe hacer con el apoyo de solo una mitad del arco parlamentario, ni tampoco desde el cortoplacismo de quienes están dispuestos a pagar cualquier precio para derribar al Gobierno o para mantenerse en él. La crisis constituyente no es fruto del coronavirus sino del desprestigio de las instituciones y de quienes las encarnan. Es una tontería decir que ahora no es el momento de afrontarla. ¿Cuándo entonces? Pero no se puede hacer con un Gobierno de la señorita Pepis. Se necesita un equipo que sepa mirar la realidad e interpretarla, y no busque de continuo el sonrojante aplauso de un conjunto de diputados empachados de ideología.
No son necesarias nuevas coaliciones ni romper la que existe sino buscar una mesa de diálogo sincero en la que las pasiones y la ignorancia den paso al acuerdo. La única medida verdaderamente consensuada desde que comenzó el drama ha sido la instauración de la renta mínima vital, que no es necesariamente una seña de identidad progresista. Hasta Trump sugiere entregar un cheque de mil dólares a cada americano adulto. Un Gobierno de progreso ha de atender al signo de los tiempos y ajustar el funcionamiento de las instituciones a las demandas de la ciudadanía. Abordar el desafío de la mayor recesión mundial de la historia en las condiciones en las que Sánchez y Casado tratan de imponernos supone una falta de lealtad a sus votantes, por más que con ello halaguen a la militancia. El cinismo insolidario destilado por los dirigentes de los dos principales partidos contrasta con la eficacia de la única comisión de reconstrucción verdaderamente útil, integrada por sindicatos y empresarios, pese a que su funcionamiento haya sido boicoteado desde La Moncloa. Cuando la sociedad civil brega por encontrar soluciones pactadas el poder político las canibaliza en busca de réditos electorales.
Las fuerzas de izquierda, fragmentadas y unidas solo por su antagonismo con la oposición, tienen ante sí una encrucijada histórica. Mientras sus portavoces se comporten en Cortes como si de una asamblea de facultad se tratara, los exabruptos y desplantes verbales seguirán abonando la fortaleza de la reacción conservadora. Si el socialismo español, huérfano de todo análisis teórico, persiste en sustituir el liderazgo por una camarilla clientelista dispensadora de favores, acabará el país en manos de la extrema derecha. Las famosas dos almas históricas del PSOE, las de Prieto y Largo Caballero, no son una exclusiva de ese partido. En España, los puristas del marxismo postularon la revolución para acabar colaborando con la dictadura. A los pragmáticos socialdemócratas se debe en cambio el impulso reformista que logró reconstruir Europa en alianza con la democracia cristiana tras la guerra. El mismo que permitió la larga etapa de cambios y consolidación democrática presidida por Felipe González.
La debilidad del actual equipo socialista no se debe solo a su penuria de escaños ni a su irregular pacto con Podemos y los independentistas, sino sobre todo al descalabro interno del partido que comenzó con la obsesión de Rodríguez Zapatero por eliminar cualquier vestigio del llamado felipismo. La pandemia ha sido en ciertos aspectos una bendición para Sánchez, que ha evitado tener que explicar entre otras cosas el amigable encuentro del ministro Ábalos con la vicepresidenta venezolana, programado y no fortuito como se quiso hacer creer. Hay quien piensa que el Gobierno es rehén de Venezuela debido a la presencia de Podemos, pero la mayor amenaza que puede esgrimir Caracas es desvelar la naturaleza oculta de las gestiones de Zapatero con Maduro o el origen de los millones de dólares depositados en Suiza por su antiguo embajador.
Contra los que piensan que la pandemia marcará la derrota de la globalización, esta acabará imponiéndose tecnológica y humanamente. Al margen los refuerzos que en el corto plazo recaben los Estados, necesitamos construir una gobernanza mundial más eficiente y fiable que el sistema de Naciones Unidas. Si el partido socialista y la derecha moderada no son capaces de volver a ser fuerzas dominantes del cambio y garantía del funcionamiento de la democracia, no habrá otro camino para la estabilidad política. España volverá entonces a ser un país prescindible en el diseño de la gobernanza global.