JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 25/05/2013
· Hemos quedado al margen de explosiones políticas xenófobas, populistas y ultras que han distorsionado el juego democrático en muchos países europeos.
Es posible que al bipartidismo le ocurra lo que a Mark Twain sobre su propia muerte y que las noticias al respecto hayan sido notablemente exageradas. Lo cierto que se ha instalado la idea del fin del bipartidismo como una de las consecuencias tenidas por irreversibles debido al estado de desafección ciudadana respecto de las instituciones políticas.
Falta tiempo –mucho en política– para verificar si esa hipótesis se cumple, con qué intensidad y en qué nivel de los varios en los que se articula la representación. Los sondeos son indicativos, y señalan tendencias, pero no habría que olvidar que por diversas razones España no ha replicado fenómenos electorales extendidos en casi toda Europa, en este caso para nuestro bien. Hemos quedado al margen de explosiones políticas xenófobas, populistas, y ultras de derechas e izquierdas que en un grado u otro han distorsionado el juego democrático en muchos países europeos. A día de hoy, el populismo tóxico antieuropeísta, xenófobo y aislacionista, lo mismo que el antiparlamentarismo de los enemigos seculares de la democracia representativa, siguen sin encontrar una expresión relevante. Hay populismo –en buena medida lo es el discurso independentista catalán del «España nos roba»–, hay demagogia, hay impugnación de la democracia representativa por lo que tiene de esencia liberal y hay un estado de opinión acerbamente crítico con el rendimiento del sistema político y sus actores. Pero está por ver adónde se llega desde ahí, especialmente cuando parece que hay demasiados autoproclamados intérpretes del «no nos representan» que cuentan con extraer rendimientos de esa veta de indignación y descontento.
Sí se puede afirmar, en este punto, que las lealtades hacia los partidos hegemónicos en la política española sufren diverso grado de volatilidad, si bien esa afirmación necesita matices importantes. Porque no es lo mismo el desgaste que supone la acción de gobierno pero que mantiene al PP como el partido del centro-derecha, que la ruptura política y territorial que sufre la izquierda y que compromete seriamente la posición del PSOE como partido no ya hegemónico sino dominante en la izquierda.
Por otra parte, el bipartidismo en España no ha sido un bipartidismo perfecto, ni simétrico, ni siquiera ha funcionado en las anteriores legislaturas como esa fuente de estabilidad que se supone a los modelos bipartitos. Conviene recordar que el Partido Socialista consigue su última mayoría absoluta en 1989 mientras que desde entonces el Partido Popular ha obtenido mayorías absolutas en 2000 con Aznar y, con mayor ventaja aun, en 2011 con Rajoy. Eso significa que el modelo bipartidista se ha asentado en realidad sobre dos apoyos de contextura desigual: un partido que cubre el sector del centro derecha, el PP, y un bloque de izquierda y nacionalistas que el PSOE ha reproducido donde y cuando le ha resultado posible. Esta asimetría y el hecho de que el bloque de izquierda y nacionalistas encontrara en la exclusión del PP su gran elemento de cohesión, explica la aparente contradicción de un sistema que alcanza bajo el mandato de Zapatero la máxima concentración electoral en torno a PP y PSOE y que, sin embargo, genera gobiernos de coalición o de apoyo multicolor liderados por socialistas que, en vez de aportar la estabilidad que se supone al modelo, llevaron al país a un derrotero de desarticulación territorial, negligencia económica y deterioro institucional que singularizaron a peor nuestra crisis.
De modo que bipartidismo, hasta ahora, sí pero con matices, con una asimetría creciente y con serios problemas de sustentación por la izquierda.
Otra cosa es que fuera deseable que el bipartidismo además de un distribución aritmética que por sí misma no significa mucho, plasmase la concurrencia de proyectos políticos nacionales con capacidad de diálogo y de forja de esos consensos profundos de los que vive un sistema democrático. Ese ‘pacto de reglas’ que de manera magistral explica José Varela en su último libro, ‘Los señores del poder’, quebrado históricamente por la violencia y las políticas de exclusión. Es ahí donde entra en juego con toda su gravedad la crisis de la izquierda que no se acaba en los problemas del PSOE y que incluye una peligrosa impugnación callejera del sistema institucional democrático.
Y, por último, ¿hay tantos motivos para alegrarse por el eventual fin del llamado bipartidismo? Porque podría ocurrir que lo primero que busquen algunos es que el bipartidismo desaparezca y lo segundo que se recupere. Es decir, que vayamos hacia escenarios de difícil gobernabilidad para que cuando hayamos llegado a ellos busquemos remedio a un mal deseado. Ha pasado en Italia con la emergencia de Beppe Grillo y no parece que el surgimiento de otras expresiones electorales igualmente rupturistas en otros países europeos vaya a tener mejor encaje.
El bipartidismo, también en la forma relativa que presenta en España, carga con males que no se derivan necesariamente de él ni las alternativas que se proponen aseguran por sí mismas el remedio de esos males. En el Reino Unido, las circunscripciones son uninominales, el partido a nivel local elige a sus candidatos, el contacto electores-elegidos es más estrecho que en ningún otro modelo, el parlamentarismo es el mas vivo de Europa y eso no les ha hecho inmunes a que un ‘partido por la independencia’ ponga en jaque al sistema. Y desde otro punto de vista ¿acaso no hemos visto cómo de repartos muy respetuosos con la proporcionalidad han salido combinaciones de gobierno casi inverosímiles en las que las auténticas ganadoras han sido minorías oportunistas nada representativas?
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 25/05/2013