Miguel Ángel Quintanilla Navarro, EL MUNDO 04/01/13
La pretensión nacionalista sobre el derecho a decidir puede resumirse así: 1) La voluntad de los españoles no puede oponerse a la voluntad de los catalanes, y por ello los catalanes tienen derecho a decidir ignorando la Constitución; 2) Aun en el caso de que se considere que los catalanes aprobaron la Constitución de 1978, la voluntad de los catalanes de ahora vale más que la voluntad de los catalanes de antes y, por tanto, los de ahora también tienen derecho a decidir ignorando la Constitución.
Pese a alguna coartada revisionista ofrecida por el socialismo, hasta para los nacionalistas es claro que en 1978 existió una voluntad política española legítima de la que la voluntad catalana fue parte fundamental (algo que también puede afirmarse de la voluntad vasca cuando se vencen los tópicos). Por eso acuden a la segunda hipótesis de trabajo, la que opone una voluntad catalana de antes a la voluntad catalana de ahora, y por eso conviene centrarnos en ella.
Decidir es una forma de elegir y es también una forma de renunciar. Derecho a decidir es derecho a elegir y a renunciar, sabiendo que las sucesivas decisiones que se van tomando fijan el escenario biográfico o histórico en el que se tendrán que adoptar las siguientes. Por ejemplo, puedo decidir entrar en una cafetería y, una vez dentro, puedo decidir salir de ella. Pero esta segunda decisión no puede consistir en actuar como si la primera no se hubiera tomado. No puedo decidir que no sea verdad que estoy dentro, puesto que lo estoy. Puedo desear que no sea verdad, pero eso no es una decisión, es un deseo. Puedo arrepentirme de haber entrado, pero eso tampoco es una decisión, es un arrepentimiento. Si decido salir es porque reconozco que estoy dentro. Y salir es algo que tendré que hacer por la puerta, por el lugar habilitado al efecto, a ser posible sin empujar y sin prender fuego al local al que entré porque quise. Si hago otra cosa difícilmente puedo esperar aprobación, menos aún simpatía.
Pero no parece que sea ésta la idea que tiene en su cabeza el nacionalismo cuando alude al derecho a decidir. Más bien parece pensar en la facultad de tomar decisiones sucesivas ignorando las anteriores, idea que lo sitúa en muy mala encrucijada. No sólo porque no obtendrá ni aprobación ni simpatía, sino porque o bien afirma que no hay nada en las decisiones de los catalanes de 1978 capaz de vincularlo ahora, en cuyo caso reconocería una quiebra de la continuidad histórica de la nación catalana (es decir, el nacionalismo de hoy no pretendería fundar un Estado sino una nación), o bien reconoce que aquella decisión -quizás equivocada o absurda, eso es lo de menos- lo fue de los catalanes y, por tanto, la asume como propia. Solo en este segundo caso, aceptando que hubo una voluntad catalana de estar dentro, puede poner en marcha un plan aceptable para irse afuera. De lo contrario, es imposible.
La ventaja de la intensidad con la que el nacionalismo catalán expresa su impaciencia por salir de España es que nadie ha afirmado nunca con tanta claridad que está dentro de ella. El problema es que a partir de este reconocimiento de base, cuya mejor expresión pública es el conocido «Catalunya is not Spain» (leído como «Catalunya is Spain, aunque no queremos que lo sea»), no se sigue un razonamiento ordenado ni en la lógica ni en la ética, lo que impide formular debidamente la decisión de salir y lleva a expresar deseos, arrepentimientos y acusaciones como si se tratara de decisiones políticas maduras en el seno de un Estado de Derecho. Querer salir es legítimo, pero no puede confundirse con estar fuera, ni con no haber estado dentro nunca, ni con un derecho a elegir la forma de salir.
La voluntad catalana de ahora puede y debe ejercerse, como se viene haciendo cotidianamente en la Constitución y en la ley. Y si realmente ha cambiado -cosa que está por ver-, incluso puede ejercerse en el sentido que prefiere el secesionismo, aunque a algunos nos parezca lo peor que puede hacerse por Cataluña. Pero no puede ejercerse hoy como si no se hubiera ejercido en 1978 y como si no se viniera ejerciendo desde entonces como parte de la voluntad nacional. En este punto el secesionismo parece ser incapaz de comprender las objeciones de quienes nos oponemos a lo que está haciendo y es donde se hace imposible también que sea tomado en serio como proyecto político europeo.
Tal y como lo enuncia, lo que la Generalitat pretende es que las decisiones de los catalanes carezcan de consecuencias, no impliquen compromisos. Se quiere por ello que lo ya decidido no valga nada, y al pretender elevarlo a derecho propio y exclusivo de una incierta nación catalana se quiere también que por ser catalán a la manera nacionalista se pueda repetir la operación cuando se considere oportuno sin coste alguno. La reclamación de ese «derecho» sería la prueba de la existencia de la nación de los nacionalistas, que coincide con la suma de quienes pretenden ejercerlo. Pero una nación basada en una pretensión así jamás podrá disponer de una «estructura de Estado», en la candorosa formulación del presidente de la Generalitat, porque un Estado se constituye sobre la ley -que habitualmente hacen otros y no uno mismo, y que suele expresar una voluntad de antes y no de ahora- y contra la idea de que exista un derecho a decidir al margen de la Constitución y de las normas.
La voluntad «de ahora» pasará a ser también «la de antes» al día siguiente de expresarse; quienes alegan que no pudieron votar y que eso invalida la Constitución de 1978 no podrán negar a otros esa misma razón. El nacionalismo ignora que su argumento no anula el proceso constituyente español sino cualquier constitucionalismo en cualquier tiempo y lugar, empezando por el suyo, puesto que las generaciones se sucederán incluso en Cataluña.
De hecho, mediante la formulación del derecho a decidir el nacionalismo manifiesta su voluntad de carecer de Estado, su incapacidad para hacerlo posible. Y refrenda la sospecha de que su único hábitat viable es España, que no sólo sí ha sabido constituir su propio Estado sino que lo ha hecho con generosidad suficiente para acogerlo a él.
Defender que los catalanes están sujetos a la Constitución es tomar en serio su palabra, es afirmar su libertad. Quien da valor a nuestra palabra nos dignifica, no nos humilla; quien confía en que cumpliremos lo acordado nos ensalza, no nos avasalla. Y frente al hecho constituyente cierto de 1978 cualquier querella histórica anterior carece de valor político alguno.
Si el nacionalismo se considerara al margen de esa voluntad, estaría haciendo imposible cualquier horizonte de secesión porque estaría afirmando que las decisiones de los catalanes carecen de valor vinculante. También los nuevos acuerdos políticos, que no serán exigibles si llegado el caso la nación nacionalista volviera a «sentir» que ya no le comprometen. Se puede llamar a eso «derecho a decidir», pero impide que en Cataluña la expresión «decidir libremente» pueda llegar a significar nunca algo compatible con la cultura política que hoy se expresa en el constitucionalismo y en la Unión Europea. Exactamente el reverso de la pretensión nacionalista.
O decidir significa elegir compromisos y aceptar renuncias o no significa nada políticamente relevante. Y si es eso lo que significa, entonces los compromisos que los catalanes asumieron libremente junto al resto de los españoles en 1978 están plenamente vigentes y deben ser plenamente respetados y defendidos. Cualquier voluntad nueva debe manifestarse con respeto a la realidad histórica que aquella decisión creó. El respeto que se le tenga será el que se merezca. Porque siempre hay un día después del gran día.
Miguel Ángel Quintanilla es politólogo y director de publicaciones de FAES.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro, EL MUNDO 04/01/13