Ignacio Gomá-Vozpópuli

Una de las opciones que tendría a la hora de escribir este artículo sería hacer un análisis exhaustivo y fino del auto del Tribunal en que se procesa al Fiscal General del Estado, para determinar si es procedente desde el punto de vista técnico. Pero, aparte de no ser yo penalista, muy probablemente sería un esfuerzo inútil, más allá de los círculos académicos, porque está bien demostrado que casi nadie va a cambiar de opinión política, aunque se le demuestre con hechos que está equivocado. Hay multitud de teorías psicológicas que lo explican: la de la cognición motivada, la de la disonancia cognitiva de León Festinger; la del backfire effect (efecto rebote), que dice que cuando se presenta información correctiva que contradice una creencia política, algunas personas no solo no cambian de opinión, sino que se aferran aún más a su creencia errónea; por no olvidar el manido sesgo de confirmación…

La conclusión es que tendemos a modificar los hechos para que se ajusten a nuestra identidad política, de manera que, aunque un especialista explique que el auto está muy bien o que está muy mal, los que no quieran aceptarlo no lo van a aceptar. Pero, claro, esta regla tiene grados. Tendemos a modificar los hechos para justificarnos, pero aquellos tienen que estar lo suficiente alejado psicológicamente para que lo toleremos: no es lo mismo atracar a una viejecita con un cuchillo que engrosar un poco indebidamente la factura que expedimos, aunque en ambos casos estamos sustrayendo dinero de otros. Como señala Dan Ariely, nuestro sentido de la moralidad está conectado con la cantidad de engaño con el que nos sentimos cómodos. Engañamos y nos engañamos hasta el nivel que nos permite mantener la imagen de razonablemente honrados que tenemos de nosotros mismos, y cuanto más incrementamos la distancia sicológica entre el acto deshonesto y nosotros más somos capaces de tragar.

Lo realmente grave es el efecto disolvente que la reacción ante esos actos produce en el sistema, introduciendo la desconfianza sobre la rectitud de otras instituciones

Con ello quiero decir que hay cosas que a los partidarios del gobierno les puede ser relativamente tragables, por mucho que tengan que sufrir una cierta disonancia cognitiva. Por ejemplo, que pacten con los independentistas o con Bildu, cuando habían dicho lo contrario, puede deglutirse quizá alegando que son cosas de la política; los indultos se podrían vender como intento de pacificación; la amnistía es más difícil de vender, cuando se había dicho que era inconstitucional, aunque tienen hasta el Tribunal Constitucional para acariciarles el lomo; lo de Ábalos…. bueno, le hemos echado del partido. Pero lo de la “periodista” Leire o el auto de imputación del fiscal general es muy difícil de asumir, por la evidencia y contundencia de los hechos. Hay que reformar mentalmente lo que ven nuestros ojos a un nivel que sería muy difícil hasta para el más recalcitrante socialista. Pero ello no ha impedido que ciertos políticos socialistas asuman el penoso trabajo de negar lo que vemos. El auto podrá estar acertado o desacertado; el tiempo y el procedimiento lo dirá, pero que individuos como Oscar López digan que ”es de aurora boreal” y que el otro López (Patxi) diga que es “de auténtica vergüenza” (penosa la comparación con los “lópeces” de la transición, por cierto) o la triste intervención de Pilar Alegría son una sobreactuación paralela a la evidencia de que la situación del fiscal general es insostenible. Que la única salida que se les ocurra es negar la mayor y seguir en sus trece, aunque sea completamente ridículo y vaya en contra de otras declaraciones anteriores de su partido sobre cuándo debe dimitir un político en caso de enfrentarse con un proceso da la medida del estado de degradación al que hemos llegado.

Podríamos decir que en el pecado llevan la penitencia: quedar a la vista de todos como unos mequetrefes sin dignidad que son capaces de cualquier cosa con tal de mantener sus lucrativos pero degradados puestos de trabajo. Pero hay algo peor en todo esto, porque la negación de los hechos no se hace en vacío, sino mediante un ataque a la buena fe de otras instituciones, ya sea la UCO o el Tribunal Supremo, al punto de prácticamente insinuar actuaciones criminales o prevaricación. Es decir, lo grave no lo es sólo el acto en sí, por mucho sea condenable; lo realmente grave es el efecto disolvente que la reacción ante esos actos produce en el sistema, introduciendo la desconfianza sobre la rectitud de otras instituciones, precisamente aquellas que están diseñadas para dudar de la buena fe de otras, y con ello evitar los abusos de poder. Es la esencia de la democracia y del estado de derecho: que unas instituciones vigilen a otras para lograr un equilibrio de poder y su limitación, en beneficio de la libertad y seguridad del ciudadano.

Una selección inversa de nuestros dirigentes hace que estén en la parte superior del escalafón los políticos peor preparados, más sectarios y más indignos y que se haya perdido completamente la vergüenza ante lo delictivo, lo inasumible, lo evidente

Es urgente es poner de manifiesto que deslegitimar a las instituciones es jugar con fuego, poner explosivos en las paredes maestras del sistema. Y, cuidado, no lo es porque esas otras instituciones no sean capaces de soportar las estupideces de unos pocos políticos venidos a menos, sino porque inoculan en la sociedad el virus de la desconfianza en el sistema y eso, desgraciadamente, puede servir para justificar la introducción de reformas legales –esas si pueden ser competencia del ejecutivo y del legislativo- que hagan posible el control de esas otras instituciones que se dedican a controlar la buena fe y los actos de las demás. Piensen, simplemente en las reformas sobre el control de la instrucción, que pasaría a los fiscales, y la poco comentada todavía reforma sobre el acceso a la judicatura de los sustitutos, a socaire de la necesidad de resolver un problema laboral permitiría introducir con un amplio margen de discrecionalidad personas en la judicatura más alineadas con los que los nombran.

Estamos, lamentablemente, en un race to the bottom político en la que una selección inversa de nuestros dirigentes hace que estén en la parte superior del escalafón los políticos peor preparados, más sectarios y más indignos y que se haya perdido completamente la vergüenza ante lo delictivo, lo inasumible, lo evidente. Cada semana tenemos un escándalo que nunca pensamos que pudiera haber ocurrido y la degradación de la política alcanza niveles increíbles, propio de países que considerábamos tercermundistas o bananeros. No nos merecemos esto.