Agustín Valladolid-Vozpópuli
A la Monarquía, en ausencia de un gran pacto nacional que impida la decisiva influencia del independentismo, le esperan tiempos aún más complejos
El acceso al poder por vías democráticas concede a quien lo ostenta una legitimidad incuestionable, salvo cuando el ejercicio de tal poder se revela contrario a la voluntad mayoritaria de los ciudadanos a los que has de servir, incluidos muchos de aquellos que te respaldaron con su voto. Gobernar contra la tendencia acomodaticia de toda sociedad desarrollada, es una obligación que muy pocos se atreven a enfrentar; hacerlo despreciando el principio no escrito de lealtad hacia los ciudadanos, es algo peor que un fraude, es una malversación de esa legitimidad que en su día prestó al candidato el cuerpo electoral.
Las evidentes presiones a las que en estos días ha estado sometida la Abogacía del Estado para acomodar sus criterios jurídicos a la puntual conveniencia de un partido, necesitado para gobernar del apoyo de quienes promovieron y ejecutaron, aun sin éxito, un golpe a la Constitución, es un turbador ejemplo del torcido uso que algunos están dispuestos a hacer de la confianza de los votantes, a quienes, para mayor burla, se les prometió justo lo contrario de lo que ahora se está a punto de consumar.
El Gobierno debiera subrayar que todo lo que no sea que Puigdemont responda ante la justicia española, a quien dejará en evidencia será a las instituciones europeas
Otro llamativo síntoma del entreguismo al que estamos asistiendo, es la indecorosa cesión de espacio y protagonismo a un independentismo envalentonado (injustificadamente) tras la sentencia de Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), así como el abandono de las obligaciones pedagógicas de cualquier gobernante responsable en defensa de las instituciones del ámbito jurisdiccional. Apenas un precipitado canutazo de la vicepresidenta del Gobierno, aclarando lo obvio, frente a la masiva acción propagandística protagonizada por los Junqueras y Puigdemont, cuyo objetivo no es otro que transmutar inmunidad coyuntural en impunidad permanente; convertir una derrota incómoda, pero formal y subsanable, en un golpe definitivo al Estado español por parte de la justicia europea.
Estamos de nuevo ante el cíclico defecto español de la autoflagelación, o la “crítica autodestructiva” a la que se refería Felipe VI en su discurso de Nochebuena, que en esta ocasión se traduce en la falta de respuesta frente a la distorsionada equiparación de fondo y forma pretendida por quienes siguen usando los medios públicos para afirmar que la capital de España es Estambul; y en la desvergüenza de aquellos que denuncian los derechos incautados a Junqueras, y resto de sediciosos, al tiempo que califican de provocación la defensa libre de las ideas por los no nacionalistas en cualquier punto de Cataluña o el País Vasco.
Preparándonos para lo peor
Lo de Santiago Abascal, aprovechando la decisión del TJUE para animar a los euroescépticos, es puro oportunismo. Pero entre esa irresponsable reacción y el mutismo cómplice de quienes tienen la obligación de defender al Estado en su conjunto, hay un océano de interpretaciones favorables a los intereses de España que nadie con responsabilidades gubernamentales ha tenido a bien señalar. Que, por ejemplo, ningún dirigente socialista de relieve haya respondido pública y contundentemente a Oriol Junqueras, subrayando que no existe ninguna institución europea que cuestione la legalidad de la sentencia del procés, produce un creciente desasosiego y alimenta la teoría de una deshonrosa e ingrata rectificación.
Tampoco tiene un pase esa otra ocurrencia, también de Vox, interpretando la sentencia del Tribunal de la UE como un ataque contra la soberanía nacional, pero menos justificable aún es que nadie desde el Gobierno les haya recordado a los líderes y burócratas de la Unión, a las autoridades judiciales alemanas y belgas, que todo lo que no sea que Carles Puigdemont responda, antes o después, ante la justicia española, a quien dejará en evidencia será a las instituciones europeas, y constituirá, ese sí, un golpe durísimo a la colaboración leal entre socios.
Se exige alegremente al Rey una labor terapéutica por encima de sus posibilidades y en un momento en el que cualquier lapsus puede ser letal
Así estamos, a la espera de un gobierno que ya está pactado y del que nada sabemos. O sea, instalados en el desgobierno mientras se suceden hechos relevantes que nadie parece atender, preparándonos para lo peor y exigiendo al Rey una labor terapéutica por encima de sus posibilidades, y en un momento en el que cualquier lapsus puede ser letal. Cuando, desgraciadamente para todos nosotros y para él en primer lugar, la Zarzuela se ha convertido en la particular Numancia de nuestras instituciones, malgastar munición cuando aún no se conoce con certeza la composición final de las fuerzas adversarias, hubiera sido poner en peligro la solidez de la fortificación.
El Rey llegó hasta donde podía llegar y es en esta frase donde se esconde la que, a mi juicio, es su aspiración principal: “… de entre esos valores quiero destacar en primer lugar el deseo de concordia que, gracias a la responsabilidad, a los afectos, la generosidad, al diálogo y al respeto entre personas de ideologías muy diferentes, derribó muros de intolerancia, de rencor y de incomprensión que habían marcado muchos episodios de nuestra historia”. ¿Reproche sutil a la falta de acuerdo entre los dos grandes partidos? ¿Crítica velada a la peligrosa deriva frentista en la que se ha instalado la política española? ¿Ambas cosas?
Acosada por el independentismo, cuestionada por Podemos, criticada por monárquicos y eternos aspirantes a sustituir a Alfonsín y su equipo, e insuficientemente respaldada por el Gobierno, la Corona, en ausencia de un gran pacto nacional que aclare el panorama y aleje incertidumbres, todavía no ha atravesado por el momento de mayor riesgo. Y este llegará, con toda certeza, a lo largo de la legislatura que Oriol Junqueras se dispone a tutelar. Así que tranquilidad. Y feliz año nuevo.