Arcadi Espada-El Mundo
CRUZO LAS Ramblas cerca de donde el pasado 17 de agosto se detuvo una furgoneta después de atropellar mortalmente a 13 personas. ¿Dónde están esos muertos? Pocas veces desaparecen tan rápido. No les ha asistido, como al 11-M, una larga y devastadora especulación sobre la autoría. Ni tampoco los encontronazos entre asociaciones de víctimas. Sí comparten con la matanza de Atocha la utilización de hechos que han contribuido a la evaporación. En Atocha fue la guerra de Irak y en las Ramblas el proceso separatista. Pero incluso sin la miserable manipulación que el separatismo hizo de la matanza es probable que el olvido se hubiera apropiado con parecida rapidez de la escena. La remotísima posibilidad de que el atentado produjera algún tipo de beneficio político, su carencia de sentido en la acepción más elemental de la palabra y la distancia sideral entre asesinos y víctimas lo instalan en una memoria demasiado contigua a la de un accidente. Aunque parezca que esa distancia sea un fenómeno consustancial a todo acto terrorista la gradación es obvia. Ser español, y ya no digamos ser un policía español, aumentaba las posibilidades de morir a manos de Eta. Pero examinemos el caso del niño Julian Cadman, de 7 años y de nacionalidad australiana y británica, que muere en las Ramblas de Barcelona a manos de Younes Abouyaaqoub, un marroquí al que su dios mandó matar infieles. ¿Cómo no pensar, en medio de un calambre, en la extravagante serie de acciones que llevaron a Cadman y Abouyaaqoub a coincidir fatalmente un día de agosto, a las cinco de la tarde, en el paseo principal de una ciudad mediterránea? El encadenado entre el niño y su asesino es tan absurdo que amenaza con vaciar el propio hecho y dejarlo reducido a un lacónico sintagma: Julian Cadman murió atropellado. Y es evidente que nadie, salvo sus próximos, recuerda a los atropellados. Hay algo terrible, odioso, en todo esto. Cadman fue la víctima de un hombre y de un delirio religioso. Que él, concretamente él, muriera por la voluntad de Abouyaaqoub fue azaroso, pero el azar de un rayo no fue lo que lo mató. No hay duda de que en el olvido de las víctimas actúan las habituales estrategias de extinción de la responsabilidad de los criminales. Pero el recuerdo de las víctimas supone también, inexorablemente, el recuerdo de los criminales. El recuerdo aporta sentido no solo al sacrificio de las víctimas. Y es seguro que Younes Abouyaaqoub no merece ni un ápice de sentido. Como el rayo.