José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
¿No se dio cuenta Albert Rivera de que Manuel Valls era el elefante en la habitación? Es difícil encontrar actitudes coherentes en el uno y en el otro
Manuel Valls tuvo el sábado pasado tres aciertos: 1) votar a Ada Colau, sin condiciones, para evitar que el alcalde de Barcelona fuese Ernest Maragall, representante de un independentismo que supeditaba el control del consistorio barcelonés a la causa separatista; 2) pronunciar un discurso impecable en el pleno constitutivo del Ayuntamiento de la Ciudad Condal proclamando –entre abucheos del público asistente- que en España no hay ni presos ni exiliados políticos y 3) plantar al presidente de la Generalitat y, aun asistiendo al saludo institucional, rehusar darle la mano en reproche a unas palabras de Quim Torra que él consideró, con razón, impresentables.
Reconocidos los méritos del exprimer ministro de la República francesa, antes titular de Interior y durante muchos años miembro eminente del derrumbado Partido Socialista francés, son refutables las tesis mayoritarias que le beatifican como expresión de la quintaesencia de la política. Es verdad que la teoría del mal menor funciona con mucha eficiencia en la vida pública y que la profesionalidad de nuestros representantes debiera anteponerse a su visceralidad. Dicho lo cual, no es una hazaña democrática votar a Ada Colau como alcaldesa de Barcelona. Porque su dirección institucional de la segunda institución catalana no aporta valores al sistema constitucional sino que le resta.
Colau no participa de los criterios de unilateralidad del proceso soberanista, pero su grado de ambigüedad ha sido tal que los independentistas tenían algunos motivos para suponer que preferiría a Maragall antes que al PSC de Collboni con el que rompió (noviembre de 2017) un pacto de coalición por el apoyo socialista a la aplicación de las medidas amparadas en el artículo 155 de la Constitución. La alcaldesa de Barcelona, además, coincide con los independentistas en que los procesados y presos preventivos son “políticos” y que los fugados de la justicia son “exiliados”. Y desea un referéndum de autodeterminación con la consiguiente apertura de un proceso constituyente. En definitiva, votarla para la alcaldía se sitúa en el pragmatismo constitucionalista más extremo, aunque haya sido una decisión entendible.
Pero algunos comportamientos previos de Valls (también de Rivera) resultan del todo ininteligibles. Pueden formularse como preguntas más que como afirmaciones ¿Por qué fichó por Ciudadanos cuando el partido de Rivera había abandonado ya la socialdemocracia y no lo hizo por el PSC?, ¿por qué, tras el acuerdo de las tres derechas en Andalucía, en diciembre de 2018, Manuel Valls no se desenganchó definitivamente de Cs?, ¿por qué asistió a la concentración en la plaza de Colón, aunque no se fotografiase con los líderes de los partidos convocantes?, ¿por qué no renunció a comandar la plataforma municipal al Ayuntamiento de Barcelona –apoyada fundamentalmente por el electorado de Ciudadanos- cuando Rivera vetó cualquier tipo de acuerdo de Cs con el PSOE de Sánchez?
¿Por qué asistió a la concentración en la plaza de Colón, aunque no se fotografiase con los líderes de los partidos convocantes?
Ciertamente, las mismas preguntas podrían formularse a Albert Rivera porque es evidente que hace ya muchos meses reparó en el error de introducir a Valls en su dirigencia, aunque como independiente, regalándole el liderazgo en Barcelona (con un resultado simplemente discreto: 6 concejales, uno más que en 2015) y permitiendo con un estoicismo inexplicable la coexistencia de un discurso disidente con el suyo ante un electorado común. En otras palabras, ¿no se dio cuenta Rivera de que Valls era el elefante en la habitación?
Es muy difícil detectar, en el uno y en el otro, actitudes coherentes. La ruptura definitiva, posterior a la votación para la elección de Colau como alcaldesa de Barcelona, ha sido detonante y excesiva. Especialmente por parte de Valls que conociendo el giro (no se sabe si táctico o estratégico) de Ciudadanos, llega a decir que con “Vox acabas ensuciándote las manos, y, en cierta forma, el alma” (‘El País’ del pasado jueves). De ser eso cierto, ¿lo sería también pactar con EH Bildu explícita o implícitamente?, ¿lo sería igualmente entenderse con el independentismo por activa o por pasiva?, ¿le resultaría aceptable a Valls un Sánchez presidente con abstenciones imprescindibles de abertzales radicales o de separatistas?
Valls viene de una izquierda narcisista –la francesa- que, pese a su militancia en los valores republicanos, no ha evitado que el “lepenismo” ultra sea la primera fuerza política de Francia en las elecciones europeas del 26-M y no ha conseguido mantener en pie al veterano socialismo de aquel país, tan inspirador para otros. Por tanto, los aciertos de Valls –los tres descritos en el inicio de este texto- son indubitables. Pero de ahí a elevarle a una suerte de idolatría política va un trecho demasiado grande. Porque a Valls le ha faltado coherencia hasta el 26-M y a Rivera entereza para reconocer que el fichaje del exprimer ministro francés ha constituido uno más de sus fracasos.