Pueblo, nación, identidad nacional… no son esencias que precedan a las personas y con las que éstas se identifiquen de forma automática, sino elaboraciones abstractas, propuestas discursivas que realizan en un concreto momento histórico determinados agentes sociales -políticos, intelectuales, artistas…- en respuesta a necesidades e intereses concretos y que se hacen llegar a la población a través de medios diversos.
En el momento político actual, en el que tanto se discute en clave esencialista en torno a conceptos como pueblo, nación, nacionalidad, ciudadanía, identidad nacional… merece la pena mirar hacia el pasado y recordar que son en realidad productos históricos que nacieron y adquirieron sentido en un contexto determinado y que evolucionaron -y siguen evolucionando- en el tiempo; son construcciones históricas dinámicas. Pueblo, nación, identidad nacional… (se ponga el adjetivo que se ponga, británica, francesa, americana, española, vasca…) no son esencias que precedan a las personas y con las que éstas se identifiquen de forma automática, sino elaboraciones abstractas, propuestas discursivas que realizan en un concreto momento histórico determinados agentes sociales -políticos, intelectuales, periodistas, artistas, líderes religiosos…- en respuesta a necesidades e intereses concretos y que se hacen llegar a la población a través de medios diversos: mensajes políticos, artículos periodísticos, creaciones literarias, representaciones simbólicas de carácter pictórico o escultórico, sermones…
Las gentes escuchan ese discurso -su eficacia tiene mucho que ver, aunque no exclusivamente, con los instrumentos de que se disponga para darle publicidad- y se identifican o no con la propuesta; es la exposición a ese discurso y su asimilación la que permite a un sujeto desarrollar una conciencia de identidad colectiva determinada, es la experiencia por tanto la que precede a la conciencia de identidad, que no se adquiere como si fuera una revelación divina sino que se construye en el tiempo. Ahora bien, esto no significa que las naciones, los pueblos… sean meros artificios, invenciones sobre la nada. Hablar de identidades nacionales inventadas y de naciones imaginadas remite en exceso a las ideas de irrealidad, falsedad, engaño; y una identidad nacional no es mayor ni menor artificio que cualquier otra identidad colectiva, sea de género, religiosa, ciudadana… No podría ser elaborada con ciertas expectativas de éxito si no respondiera a una realidad concreta y previa, si no actuara en un terreno abonado.
Esto es lo que ocurrió con los conceptos de pueblo vasco o de nacionalidad vasca. Ambos se acuñaron con el contenido con que hoy los manejamos y adquirieron sentido en un contexto bien determinado, el de la revolución liberal del siglo XIX que enfrentó a la sociedad vasca a nuevos retos y que obligó a encontrar respuestas también nuevas. Uno de aquellos retos consistió en aportar nuevos argumentos a la defensa de la foralidad. Porque en el siglo XIX se hizo preciso defenderla frente a la centralización y uniformización normativa y administrativa que se propusieron llevar a cabo los liberales que construyeron el Estado español. El argumento que utilizaron las elites vascas en esa defensa podría resumirse así: poseemos unas leyes singulares porque somos un país singular, un pueblo singular, y no pueden destruirse aquéllas sin agredir gravemente a éste pues forman parte esencial de su propia naturaleza. Y elaboraron un código de identidad colectiva que permitiera a todos los vascos reconocerse como miembros de un país, de un pueblo, de una nacionalidad singular.
Existían, eso sí, elementos de identidad previos que dieron al proceso de construcción identitaria el fundamento necesario para que no resultara un artificio de imposible arraigo: sentimientos de identidad local y provincial, una cierta conciencia vascongada entre elites intelectuales del siglo XVIII como el padre Larramendi, y también una cultura foral gestada desde finales del siglo XVI que ayudó a definir y consolidar una fuerte identidad jurídico-política en los territorios vascongados. El código de identidad colectiva de que hablamos incorporaba un lenguaje previo -los mismos términos de nación o de país vasco- y unos elementos identitarios preexistentes -los fueros por ejemplo- pero los situaba en un espacio de significación nuevo, el del Estado constitucional, la monarquía parlamentaria, la sociedad liberal.
El discurso sobre la identidad de los vascos que se elaboró entonces -que elaboraron las elites vascongadas- hacía de ellos una comunidad radicalmente distinta a otras existentes en el seno de la monarquía, distinción argumentada sobre la posesión de un régimen político singular que se dibujaba pleno de valores positivos, el régimen foral; una fe católica sin parangón posible y cuyo origen se hacía perder en la noche de los tiempos; un devenir histórico singular presidido por el mito de la secular independencia, entendida como preservación inmaculada de todo tipo de presencia, dominación y conquista extranjera; una inquebrantable lealtad a la corona que hacía de los vascos los mejores súbditos entre todos los españoles; incluso una lengua propia, el euskara, de origen misterioso y antiquísimo y que era presentada como prueba tangible de la secular independencia vasca: una comunidad tan singular que constituía una nacionalidad diferenciada dentro de la nación española.
Y esa diferenciación no se entendía en términos excluyentes: los textos de la época expresaban repetidamente -al menos hasta finales de los años 70- el patriotismo español de los vascos. Ahora bien, para comprender el alcance de aquellas expresiones de españolidad hay que tener presente que su contenido no era moderno, es decir, no expresaban un vínculo horizontal entre ciudadanos miembros de un mismo Estado cuya unidad reside más allá del propio Estado y teóricamente la precede. Expresaban, por el contrario, un vínculo vertical propio de la relación súbdito-corona del Antiguo Régimen que, aunque susceptible de transformarse con el tiempo en lo anterior, permaneció durante buena parte del siglo XIX circunscrito a esta clave.
No sabemos hasta qué punto arraigó este código de identidad; es un terreno todavía sin investigar y de muy difícil trabajo por la escasez de fuentes, pero sí sabemos que el discurso identitario del nacionalismo aranista comenzado a formular a fin de siglo contó con un terreno previamente abonado que multiplicaba sus posibilidades de éxito. Si bien desechó algunos elementos del código de identidad vasca decimonónico, y el primero de ellos el doble patriotismo vasco-español, asimiló otros, como la foralidad, el catolicismo o la singularidad cultural encarnada en la lengua, lo que ponía en última instancia de manifiesto el arraigo de estos elementos en el imaginario colectivo de los vascos.
Coro Rubio, profesora de Historia contemporánea en la UPV. EL CORREO, 17/12/2003