JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO
A raíz de la votación en el Parlament contra la figura de Felipe VI, el autor analiza las causas y el objetivo de tal acto. Considera que defender hoy al Monarca es desear mantener la unidad de España
En cualquier caso, se comprende que los independentistas catalanes se empeñen en acabar con la Monarquía para imponer a media Cataluña su deseada república y, en consecuencia, hayan propuesto, por segunda vez en unos días, la reprobación al Rey en el Parlament. Amparándose así, de forma cobarde e irrespetuosa, en la libertad de expresión parlamentaria, defendida ya por Tomás Moro en el siglo XVI, contra la que es difícil blandir en España el artículo 490.3 del Código Penal. Sin embargo, lo más alarmante del caso reside en que, en esta segunda intentona exitosa, quien la ha propuesto y votado decisivamente, y por eso ha triunfado, es ese grupo encabezado por Pablo Iglesias, político cuya fantasía y ambición le hace pedir lo imposible, sabiendo perfectamente que no es posible, pues memo no es. Como es sabido, él se apoya en un grupo variopinto en donde hay afiliados de todos los colores políticos de la izquierda, incluidos muchos separatistas, aunque presidir tal conglomerado no le impide contestar, siempre que se le pregunta, que personalmente prefiere la unidad de España que su fragmentación. Ya se sabe que el hombre es el único animal que puede tener y defender dos ideas contradictorias en su cabeza.
Por lo demás, esa absurda dicotomía política entre monárquicos y republicanos no es la que prevalece hoy en España, sino que se ha impuesto racionalmente la de elegir entre unionista, es decir, partidarios de la unidad de España, o separatista, esto es, defensores de su fragmentación. De ahí se puede deducir con toda claridad que defender la Monarquía actualmente es desear mantener la unidad de España, porque el Rey, según el artículo 56.1 CE, «es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». Y eso es precisamente lo que hizo el 3 de octubre del año pasado en su impecable mensaje a los españoles, el cual tanto entusiasmo suscitó entre los unionistas españoles y tanto enfado comportó entre los separatistas catalanes, incluidos también, según parece, el citado Pablo Iglesias, Ada Colau y demás seguidores. Sea como fuere, el citado político acaba de firmar un pacto de legislatura, en la intimidad, con el líder del PSOE y Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que se supone que todavía reconoce al Rey y a la Monarquía, a pesar de su desliz protocolario –más bien freudiano– del pasado día 12.
Lo que me interesa resaltar ahora es que a pesar de que el artículo 64.1 CE señala que los actos del Rey serán refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes o por el presidente del Congreso, hay que reconocer aparentemente que dos de los actos más importantes de nuestra historia democrática han sido dos mensajes reales determinantes: el primero, del Rey Juan Carlos I, cancelando el intento de golpe de Estado llevado a cabo por el teniente Coronel Tejero en la luz y concebido por el general Armada en la sombra. Mientras que el segundo ha sido realizado por el Rey Felipe VI el 3-O, con su mensaje sobre Cataluña. Ambos discursos no dispusieron, aparentemente, del refrendo obligatorio, reconocido en el artículo 64 CE, pero si he dicho «aparentemente» es porque hubo refrendo en ambos casos. Según explico en mi Tratado de Derecho Constitucional existen tres clases de refrendo en nuestro régimen constitucional. En efecto, en primer lugar, el refrendo expreso, que es el que ya he señalado con una firma gubernamental, expuesto en los artículos 64 y 99 CE; en segundo lugar, el refrendo tácito, que se deduce de la Constitución aunque no se menciona concretamente, y que consiste en la necesidad de que el Rey sea acompañado siempre en los actos oficiales, según la actividad a la que asista, por el ministro competente; y, finalmente, a mi juicio, se presume que los actos del Rey que no pueden ser cubiertos ni por el referendo expreso ni tampoco por el tácito son amparados también, de forma lógica, por un refrendo presunto. En efecto, los mensajes de Navidad, las entrevistas, las declaraciones o discursos del Rey, aunque el Gobierno no los conozca ni los apruebe expresamente, no están excluidos de esta clase de refrendo presunto y, por tanto, la responsabilidad política la asume en su caso, incluso con su dimisión, el propio presidente del Gobierno si no está de acuerdo con lo sostenido por el Rey. No cabe otra posibilidad en la Monarquía Parlamentaria.
En definitiva, el análisis que acabo de realizar no es más que la deducción lógica de la función arbitral que reconoce el artículo 56 de la Constitución al Rey. Arbitrar significa que se posee un ingrediente de discrecionalidad o, como dice el diccionario de la Academia, «proceder uno libremente usando de su facultad o arbitrio». En lo que respecta al contenido y condiciones de la función arbitral del Rey, aunque no esté explicitada en la Constitución, se plasma sobre todo en los mensajes regios, definidos también como actos interconstitucionales del Jefe del Estado. Es cierto que en un primer momento, durante el proceso constituyente, se decidió incluir expresamente esta cláusula en la Norma Fundamental, pero finalmente no se hizo así, porque se pensó que al no prohibirlos particularmente se dejaba a la discrecionalidad regia la oportunidad de su utilización.
Por lo demás, el Rey puede comunicar previamente si quiere el contenido de este tipo de mensajes al presidente. Sin embargo, en el primer caso citado no existió esa posibilidad, porque el Gobierno en funciones, junto con los parlamentarios, estaba secuestrado en las Cortes. Y en cuanto al reciente mensaje de Felipe VI, según parece, el Rey se lo envió al presidente Rajoy, pero por las razones que sean, y que se pueden imaginar, el discurso del Rey no se cambió ni una coma en Presidencia. Como ya he dicho se presume, tanto en un caso como en otro, que existió el refrendo presunto, porque de no haber sido así la responsabilidad del mismo hubiese obligado a dimitir al presidente del Gobierno, creando un grave conflicto constitucional.
Desde otra perspectiva, pienso que sería conveniente explicar la importancia política adquirida, sobre todo durante el periodo de inoperancia de Mariano Rajoy, de los partidos nacionalistas, concretamente vascos y catalanes, en el Congreso. No soy partidario de prohibir ningún partido mientras todo se quede en ideologías sin actos violentos, pero sí creo que es conveniente cuando se producen actos contra la convivencia por parte de partidos, con o sin ideología. Siempre he reivindicado, aceptando a los partidos regionalistas o nacionalistas, que estos partidos españoles deberían estar ubicados en el Senado, que es la Cámara territorial, pero en ningún caso en el Congreso, donde se representa a toda la Nación. Como hemos sufrido durante todos estos años las reivindicaciones especialmente del PNV y de Convergencia i Unión se ha comprobado que siempre actúan en contra de los intereses nacionales, por lo que hemos llegado hasta donde hemos llegado.
PARA ENTENDER mejor lo que acabo de señalar, basta con indicar algo realmente paradójico. Esto es, en la ponencia constitucional que redactó la Constitución se incluyó erróneamente a un nacionalista catalán y, en cambio, no se admitió a un nacionalista vasco, porque si ya era aberrante un nacionalista en la ponencia, dos hubiera sido tal vez peor. La prueba de que los nacionalistas no deben estar en el Congreso nos lo demuestra recientemente el ejemplo de Miquel Roca, hombre inteligente pero bastante cínico, que ha tenido la desfachatez de escribir, en el primero de los cinco tomos publicados con motivo del 40 aniversario de la Constitución, unas palabras que tras los acontecimientos que se suceden en Cataluña, nos demuestran que este político es uno de los culpables del Título VIII, jeroglífico jurídico que nos puede llevar –si no estamos ya– a un desastre constitucional del que no sabemos cómo podremos salir. He aquí su escrito: «Ni un solo día a lo largo de este periodo histórico, la Constitución de 1978 ha dejado de estar vigente, durante este largo periodo todos los problemas, todas las situaciones, todos los conflictos han encontrado amparo (sic) en las previsiones constitucionales. Nada, absolutamente, ha interrumpido o impedido su vigencia y aplicación». Pero si este político está hablando en serio, desconoce que desde el año 2005 Cataluña se ha situado –y se quiere situar– fuera del ordenamiento español, puesto que la Constitución es allí papel mojado, como lo demuestran los cientos de hechos de estos últimos años. Por ello intervino el Rey con su certero mensaje que ha comportado la causa de su reprobación parlamentaria. En fin, hay que recordar a Roca, si es que no ha perdido la vergüenza, lo que decía Napoleón: «Una cabeza sin memoria es como una fortaleza sin guarnición».