JAVIER ZARZALEJOS, Secretario general de la Fundación FAES 24/10/13
· El fallo de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) dirime una cuestión jurídica sensible en el sentido peor para las exigencias de justicia y reparación a las que deberían hacer frente verdaderos asesinos en serie de los que no se puede predicar ni arrepentimiento ni signo alguno de reinserción.
Pero el fallo de Estrasburgo no es sólo, por desgracia, relevante en sí mismo. Lo es también por el contexto en el que hay que situarlo. Y es en este contexto, más que en su argumentación, en el que la sentencia pone de manifiesto no tanto un desacierto jurídico de los tribunales españoles en la elaboración y aplicación de la denominada “doctrina Parot”, sino un fracaso cívico y democrático cuyo efecto retardado ahora sufrimos, muy principalmente las víctimas directas del terrorismo.
Primero, no es verdad que “los políticos” en general asistieran pasivamente a los beneficios de redención de penas que reportaba a los terroristas una legislación penal que, heredada del franquismo, paradójicamente, parecía encajar muy bien con el prurito garantista de la izquierda y su pretendida superioridad moral y con la tendencia del nacionalismo vasco a exculpar de responsabilidad a los terroristas a los que legitimaba como actores en “el conflicto”. La pasividad, que sin duda existió, lo fue de las sucesivas mayorías parlamentarias socialistas desde 1982, apoyadas por los nacionalistas, que convirtieron en un tabú antidemocrático hablar de la necesidad del cumplimiento íntegro de las penas para delitos de terrorismo. Con la coartada de no romper la unidad de la lucha antiterrorista y tildando de inconstitucional el cumplimiento íntegro por contrario a la finalidad de reinserción, se rechazaron una y otra vez las iniciativas del Partido Popular en ese sentido. El Código Penal de 1995 trató la cuestión de una manera notoriamente insuficiente, de modo que sólo en 2003, en la primera legislatura en la que el PP dispuso de mayoría absoluta, pudo salir adelante la reforma legal que hoy garantiza el cumplimiento efectivo de las penas en estos delitos de la máxima gravedad.
Segundo, no puede atribuirse el fallo a una Corte distante y ajena a la tragedia que el terrorismo ha causado en España. En el Tribunal se sienta un magistrado español, con trayectoria política y puestos de alta responsabilidad en el Ministerio de Justicia del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Un magistrado que había ya expresado su prejuicio, en el sentido literal del término, en contra de la “doctrina Parot”. No puede extrañar que si es el propio magistrado español el que aboga por la nulidad de esa doctrina, los demás le sigan no sólo en la interpretación del Convenio Europeo de Derechos Humanos sino en la interpretación de la legislación nacional. Pero ni la nulidad de la “doctrina Parot” era evidente por sí misma –como ahora muchos pretenden hacer ver– ni faltan en la propia jurisprudencia del Tribunal argumentos para sostener su validez.
Tercero, la mal llamada “derogación” de la “doctrina Parot” formó parte de la negociación política que el Gobierno anterior emprendió con ETA, bajo la piadosa etiqueta de “proceso de paz”. La casualidad ha querido que el fallo de Estrasburgo haya coincidido con la sentencia de la Audiencia Nacional en el “caso Faisán”, en la que el tribunal considera probado el vínculo entre el “chivatazo” a la red de extorsión de ETA y la negociación que se estaba llevando a cabo. Hubo negociación política, se pusieron encima de la mesa contrapartidas a la organización terrorista que comprometían el Estado de derecho, y entre ellas la “doctrina Parot” adquiría una importancia especial. Si se observan las prisas con las que alguno de los ideólogos de aquella negociación exigen la generalización inmediata del fallo para la excarcelación de los terroristas presuntamente beneficiados por aquél, no es descabellado ver en la sentencia del TEDH la inercia de una operación política protagonizada por Rodríguez Zapatero que en su negociación con ETA asumió que el cese del terrorismo exigía, para empezar, el desmantelamiento de la arquitectura legal con la que ETA estaba siendo derrotada. Que el gobierno del Partido Popular tenga que hacer frente a esta inercia es una herencia indeseable –otra más– pero, en todo caso, una responsabilidad exigente.
Cuarto, con la “doctrina Parot” derogada y la Ley de Partidos neutralizada por el Tribunal Constitucional con la legalización de Sortu, ese objetivo de desmantelamiento de la arquitectura jurídica que arrastró a ETA a desistir de la violencia terrorista, lamentablemente, está prosperando, agravado por un discurso legitimador como el que puede construirse a partir de la sentencia del caso Faisán. Y todo esto ha ocurrido, está ocurriendo, sin arrepentimiento, sin condena alguna de la trayectoria criminal de ETA, sin renuncia a la intimidación, sin rectificación del proyecto totalitario, con las víctimas luchando por un relato que salvaguarde su dignidad y su memoria. Pensar que lo que está pasando no tendrá consecuencias o que se trata de la liquidación desafortunada de episodios del pasado, no sería más que una temeraria despreocupación sobre del futuro del País Vasco y de toda España.