Florentino Portero-El Debate
  • Tanto Estados Unidos como China o Rusia confían en poder dividirnos. Tratan de introducir cuñas que impidan la consolidación del proceso de integración, para poder influir más fácilmente en nuestras decisiones

Hay dos formas de entender la soberanía. La primera es la propia del ámbito del derecho y es consustancial al Estado, reconocido como tal por las instituciones internacionales, en particular por la Organización de Naciones Unidas. En este sentido, la Real Academia Española establece en su Diccionario de la Lengua Española que es el «poder político supremo que corresponde a un Estado independiente». La segunda es la característica del entorno político, que la reconoce exclusivamente a los estados que están en condiciones de ejercerla. No sería, por lo tanto, una condición inherente a todo Estado sino a aquel capaz de hacerla valer. De lo que no hay duda es de que aceptamos como soberano a quien actúa como última instancia en el proceso de toma de decisiones.

El orden internacional liberal surgido de las ruinas de la II Guerra Mundial optó por la primera. Mientras dicho orden estuvo vigente el objetivo fue lograr que la sociedad internacional se organizara a partir de normas libremente asumidas, como mejor garantía de la paz entre las naciones. Se respetaba a los estados pequeños o frágiles para así no cuestionar su soberanía, pues de hacerlo se abriría la veda de la rectificación de fronteras, causa de innumerables desastres a lo largo de la historia.

Durante la primera Administración de Trump se acuñó la expresión «competición entre grandes potencias» para hacer referencia a la ausencia de un orden. Más aún, para reconocer que, derruido el anterior, no había voluntad de establecer uno nuevo, sino de abrir un tiempo de confrontación entre las grandes potencias. Lo que estaría en juego sería el establecimiento de espacios de influencia, a partir de la carrera por la innovación característica de la Revolución Digital. Las formas son expresión del fondo. Abandonados los viejos objetivos propios del orden liberal ¿Qué sentido tiene mantener el respeto a las potencias medias? Los «actores» reales de nuestro tiempo tratan de llegar a acuerdos entre sí para salvar sus intereses sin tener que llegar a una confrontación abierta. De lado quedan los antiguos aliados, condenados a aceptar su voluntad.

Lo ocurrido la semana pasada en Múnich es destacable no tanto por el fondo como por la forma. Que la Alianza Atlántica estaba moribunda por culpa de los europeos es algo que quien sigue este periódico ha leído hasta la saciedad. Fuimos irresponsables al aceptar la incorporación de estados de la Europa Oriental a la Unión Europea y a la Organización para el Tratado del Atlántico Norte sin haber desarrollado un mecanismo creíble de disuasión. No sólo no lo hicimos. Además, en un ejemplo de ceguera e irresponsabilidad sobresaliente, dejamos de invertir en defensa, asumiendo con naturalidad nuestro derecho a parasitar a Estados Unidos. El ciudadano de ese país no disfruta de algo equivalente a un «Estado de bienestar» europeo, al conjunto de servicios gestionado por el Estado que garantiza un sistema de salud, de pensiones, de desempleo… a sus nacionales. Se lo tiene que pagar, negociando con compañías de seguros. Con sus impuestos viene manteniendo nuestra defensa, es decir nuestro Estado de bienestar, pues lo financiamos con lo que detraemos de la defensa. Hace décadas que los diplomáticos de Estados Unidos venían advirtiéndonos de que la situación no se podía mantener, pero no quisimos enfrentarnos a la realidad.

Finalmente el ‘vínculo’ se ha roto. La Alianza ya es cosa del pasado, aunque la OTAN continúe ahí, en Bruselas, como un espacio de negociación y coordinación de actividades. La idea de que conformamos un «sistema de defensa colectiva» dirigido a preservar y promover los valores democráticos es anacrónica. Lamentablemente no ha superado el paso del tiempo. Como en su día nos advirtió el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld, Estados Unidos, harto de sus aliados europeos, pasaba a actuar en el formato de «alliances of the willing», acuerdos caso a caso en torno a un banderín de enganche.

Con la llegada de la Administración Trump la quiebra se ha escenificado. Las declaraciones del vicepresidente Vance y del secretario de Defensa Hegseth en Múnich van más allá del reconocimiento de lo obvio. Ambos personajes se gustaron, cargaron la suerte en humillar a sus aliados dejando claro que su voz ya no iba a contar, que los compromisos contraídos en el marco de la guerra de Ucrania quedaban olvidados, que discutirían con Rusia de igual a igual sus intereses globales y que el problema más importante era la propia Europa, presa de su crisis cultural ¡Como si la de EE.UU. fuera menor! La humillación no era necesaria, pero la han buscado como atizador para animar a aquellas fuerzas «patrióticas» que consideran compañeros de viaje. Pero conviene no olvidar que una internacional nacionalista es una contradicción en sus términos y algunos de sus dirigentes se encontrarán en graves dificultades para explicar a sus votantes las bondades de quien nos ofende y busca dañarnos.

La crisis llegó en el peor momento para la Unión Europea. Con una Comisión carente de autoridad, sin apenas dirigentes europeos respetados y con capacidad política, con unas elites cuestionadas y unos sistemas de partidos en trasformación. Una Europa endeudada, que dejó tiempo atrás de innovar, que apenas si se reproduce y que vive en un universo alternativo, incapaz de enfrentarse a la realidad. Lo bueno de la impertinencia de los dirigentes norteamericanos es que no dejan espacio para la duda. Europa tiene que reaccionar, asumiendo que nos encontramos en un tiempo nuevo. Ni los conceptos ni las instituciones del pasado nos sirven. Si queremos ser actores de nuestra propia vida tenemos que decidir entre la Unión o el Estado. Lo primero exige dar el salto al mercado único y a la acción exterior común. Lo segundo pasa por poner fin al proceso de integración, consolidando la Unión Europea en torno a su Política Económica y Monetaria, y aceptar que la acción exterior corresponde a los estados, que llegarán a acuerdos bilaterales o a alianzas coyunturales en el marco de sus intereses nacionales.

Tanto Estados Unidos como China o Rusia confían en poder dividirnos. Tratan de introducir cuñas que impidan la consolidación del proceso de integración, para poder influir más fácilmente en nuestras decisiones. El reto es recuperar la soberanía, volver a ser actores de nuestra propia vida. No dudo que nuestros intereses son coincidentes con los norteamericanos, pero tampoco pongo en cuestión que el comportamiento de unos y otros nos ha llevado a la crisis que ya es innegable.