MANUEL ARIAS MALDONADO-EL MUNDO
Según el autor, cabe preguntarse si hablar de emergencia climática constituye entonces el primer paso en el camino de la suspensión ecológica de las garantías democráticas.
EN UNA COLUMNApublicada en este periódico a finales del mes de julio, el siempre avispado John Müller llamaba la atención sobre las connotaciones políticas de la declaración de «emergencia climática» a la que se han sumado últimamente el presidente Sánchez y el lehendakari Urkullu, así como el periódico The Guardian y un sinfín de organizaciones y municipios. A juicio de Müller, se trata de una retórica catastrofista que, amparada en una amenaza ecológica, «busca evitar la toma de decisiones racionales y burlar los procesos democráticos». Agua lleva el río: las situaciones excepcionales son la más clásica justificación de la suspensión del orden político vigente, hasta tal punto que incluso Hobbes –al igual que Rousseau– contemplaba la figura del dictador o monarca temporal a quien se confiere un poder irrestricto con objeto de salvar a la comunidad de un peligro existencial. Este custodes libertatis aparecía incluso en la formulación originaria de la soberanía, debida a Juan Bodino, como hacía notar Carl Schmitt antes de definir al soberano como aquel que de facto decide si estamos o no ante una situación excepcional. Así pues, cabe preguntarse si hablar de emergencia climática constituye entonces el primer paso en el camino de la suspensión ecológica de las garantías democráticas.
No es sorprendente descubrir que esta argumentación no representa una novedad en el pensamiento ecologista. Durante los años 70, década de alarmismo medioambiental hoy fácilmente rastreable en el cine de la época, surgió en su seno una corriente eco-autoritaria que apuntaba sin ambages en esa dirección. Se hablaba entonces de la «tragedia de los bienes comunes» formulada por Garrett Hardin, de la «bomba poblacional» de Paul Ehrlich, de los «límites al crecimiento» del Club de Roma. Y quien más claramente extrajo conclusiones radicales de esa nueva conciencia ecológica fue William Ophuls, escritor norteamericano que combinaba a Hobbes y a Malthus cuando señalaba que la condición natural de cualquier sociedad es la escasez de aquellos recursos de los que depende su existencia. En condiciones normales, han de distribuirse ordenadamente; si sobreviene una crisis, la comunidad podría desaparecer y bienes como la democracia o la libertad individual se convierten en lujos prescindibles. Bajo la presión ejercida por el deterioro ambiental, los recursos deben ser protegidos por instituciones coercitivas: «Sólo un gobierno que detente grandes poderes para regular el comportamiento individual en nombre del interés ecológico común puede evitar la tragedia de los comunes». ¡Un Leviatán verde! Se trata de una formación estatal gobernada, en la línea platónica, por «mandarines ecológicos» dotados de saber experto. De ahí que el politólogo Bruce Gilley haya definido el medioambientalismo autoritario como aquel modelo de poder público que concentra la autoridad en unas pocas agencias ejecutivas, a su vez dirigidas por élites capaces e incorruptas cuyo objetivo es mejorar los resultados medioambientales.
Lo cierto es que el ecoautoritarismo pasó de moda, sin por ello dejar de permanecer latente como un horizonte ocasional del pensamiento verde. Así las cosas, la consolidación del calentamiento global como amenaza ecológica de primera magitud ha llevado a algunos comentaristas a plantearse de nuevo si la humanidad no habrá de suspender los procedimientos democráticos para asegurar su supervivencia: las instituciones políticas del Holoceno quizá no sean las adecuadas para el gobierno del Antropoceno. Nos encontramos así con formas débiles de ecoautoritarismo que miran hacia el ejemplo chino: una autocracia que exhibe conciencia ecológica y puede, como señalaba el mismísimo Thomas Friedman en su columna del New York Times hace unos años, realizar cambios estructurales con mayor facilidad que unas democracias convertidas –mientras tanto– en vetocracias paralizantes. Tal como señala el filósofo Dan Shahar, el nuevo ecoautoritarismo rechaza que los gobiernos actúen como planificadores centrales al tiempo que propone asignarles el poder necesario para intervenir en la vida personal y la actividad económica de los ciudadanos en aras de la estabilidad climática. Ni que decir tiene que este planteamiento, objeto de la columna de John Müller, se ve diariamente amplificado a través de las redes sociales mediante una retórica moralizante que la controvertida figura de Greta Thunberg sintetiza a la perfección.
Pero, ¿está justificado el temor al autoritarismo medioambiental? ¿Puede la democracia ser objeto de una excepción ecológica que, ya sea gradual o abruptamente, desemboque en algún tipo de autocracia sostenible? La respuesta corta es que no, salvo que tenga lugar un auténtico colapso ecológico que de manera natural se lleve por delante nuestras instituciones. Y la respuesta larga es la siguiente.
No cabe duda de que la relación entre medioambientalismo es problemática. Y ello por una razón elemental que el teórico político Robert Goodin formulase impecablemente: «Defender la democracia es defender procedimientos, defender el medioambientalismo es defender resultados sustantivos: ¿qué garantía existe de que aquellos procedimientos producirán estos resultados?». Digámoslo ya: ninguna. Esta tensión opera sobre todo en el plano abstracto y no puede resolverse: si la democracia es entendida como un procedimiento basado en la regla de la mayoría, ningún resultado puede asegurarse de antemano. En la práctica, sin embargo, la teoría política medioambiental es impecablemente democrática y tiene buenas razones para ello: las democracias presentan mejor balance medioambiental que las autocracias y el propio movimiento ecologista surge en el interior de la sociedad liberal y no en la China comunista. La trayectoria del Partido Verde alemán es ejemplar al respecto: su vieja defensa de las utopías post-industriales ha dejado paso a un reformismo neoburgués que representa los intereses de los profesionales cosmopolitas y urbanos a través de coaliciones formales de gobierno. ¡Del megáfono al dossier!
AHORA BIEN: ¿es exacto decir que la sostenibilidad ecológica, incluida la estabilización climática, es un objetivo exclusivo del medioambientalismo? Sería absurdo sostener tal cosa: solo un nihilista podría mostrarse favorable a una inacción conducente al desastre planetario. Asunto distinto es que surjan discrepancias acerca de las implicaciones de las observaciones científicas y sobre las políticas que hayan de ponerse en marcha para hacer frente a los desafíos socio-ecológicos del Antropoceno. Ni éstos ni aquellas no deberían ser objeto de cuestionamiento, aunque de hecho lo sean por razones que según los estudios de los psicólogos sociales tienen que ver con nuestro alineamiento ideológico: los conservadores suelen rechazar la ciencia climática con el mismo desenfado con que la abrazan los progresistas. Se advierte aquí una tendencia preocupante, que es la ideologización de una sostenibilidad ambiental convertida en arma política de la izquierda contra la derecha y viceversa. Es en este contexto cobra sentido la noción de «emergencia climática», un sintagma catastrofista destinado a remover conciencias con arreglo al lenguaje hipérbolico con que se empaquetan los mensajes políticos en la nueva economía de la atención. Es posible que algunos de sus adherentes quisiera burlar los procedimientos democráticos, como sugiere Müller, para imponer una concreta versión de la sostenibilidad ecológica. Pero toda ideología, incluido el liberalismo, tiene sus extremistas.
A decir verdad, la solución pasa por la constitucionalización de la sostenibilidad ecológica. O sea, por un meta-consenso donde todos aceptemos la necesidad de asegurar el fundamento biogeofísico de nuestras sociedades sin por ello prescribir soluciones concretas ni adoptar versiones particulares de la sostenibilidad. Pero si no hay una versión única de la sostenibilidad ni de las políticas climáticas, la democracia liberal se convierte en un vehículo imprescindible para su continua elucidación. Ésta tiene lugar por medio de sus distintos instrumentos: la regulación estatal, la conversación pública, la innovación empresarial, el saber experto, la experimentación tecnológica, la agregación de mercado. Y todo ello mientras nos aseguramos, de manera más tecnocrática y por medio de las distintas formas de la gobernanza medioambiental, de que se van tomando medidas destinadas a evitar un deterioro irreparable. Algo hay de eso en el Acuerdo de París sobre el cambio climático, que fija objetivos de reducción de emisiones de CO2 sin prescribir la manera de hacerlo. La emergencia climática es como la célebre apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios: si lo apostamos todo a que no existe y se hace realidad, todo lo perdemos. Así que más nos vale contratar un seguro con el que hacer frente a un riesgo de tal magnitud potencial que ni los alarmistas más recalcitrantes son capaces de desacreditar.
Manuel Arias Maldonado es profesor Titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama, 2019).