José Ignacio Calleja-El Correo
- Requiere acercarnos a ella con tiento, con una actitud intelectual y vital honesta
La verdad, la verdad… Por supuesto, tras ella vamos y sobre ella queremos dar buenas razones de vida, razones de vida, de vida honesta. Pero estas llamadas a la verdad, de fondo, son bancarias: «Los que tenemos la verdad, los que tenemos el grave deber de decirla, los que hemos de defenderla, los que habríamos de padecer por ella… los que poseemos la verdad, los que la conocemos». Hay que ser más honesto en la actitud intelectual ante la vida. Es el primer servicio a la verdad. Bien, ya está contado a bocajarro lo sustancial de esta pequeña divagación cuya importancia trasciende lo que aquí puedo aportar al lector, pero como provocación merece la pena intentarlo.
Y sí, que parezca una provocación hablar de la verdad ya es digno de asombro. Quien presenta una reflexión que promete decirnos «la verdad» de inmediato pone a la mayoría de sus oyentes en guardia, porque en la cultura líquida o gaseosa -así se nombra- pocos esperan que ese concepto «la verdad» signifique algo distinto a los intereses del que tiene la palabra. Los más escépticos recurrirán a ideas que todavía recorren los muros de alguna ciudad: «En una situación como la presente, la única pregunta importante es dónde pasamos las vacaciones de verano». Se puede ser más cruel y banal, pero esta forma de ir por la vida no está nada mal como ejemplo de aspirar al olvido.
Puede que al leer esta modesta entrada pensemos en el líder político, social, mediático o moral en distintos supuestos; en época de elecciones el primero, de luchas sociales el segundo, en la prensa el tercero o en tiempo de fiestas religiosas el cuarto, pero ni mucho menos ellos son los únicos que repiten: les voy a decir la verdad, les debo decir la verdad, me voy a comprometer con la verdad. En el autobús, en el bar, en la ONG, en el claustro, en la comida de amigos y familia va a resonar varias veces la misma conclusión sin complejos, «te voy a decir la verdad», hay que decir «la verdad», si nos dijeran «la verdad». Es muy interesante observar que, en el momento cultural más gaseoso y de complejidad más extrema en todas las direcciones, permanece el ideal humano de que nos ocultan la verdad de la vida en común y sus procesos. Nos perderíamos si ahora intentara seguir haciendo la lista de supuestos en que la verdad es reclamada como algo que resolvería una adecuada orientación del mundo… de las poblaciones jóvenes, de las religiones o de las empresas financieras. La lista es interminable, y en toda ella se recurre a la misma elección: la verdad del día a día nos la ocultan, y la trascendente, cada uno sabrá.
Y en este embrollo, solo insinuado, la verdad reclamada ha adquirido definitivamente un adjetivo que la protege de más discusiones: la verdad científica. No me detendré en el tópico sino en que reconozcan conmigo, si lo ven así, que se ha extendido hasta la saciedad el salvoconducto de verdad científica para creernos al abrigo de nuevas controversias. Lejos de mí cualquier cercanía a los conspiranoicos, tan en boga en cuanto surge una complicación ética, social, climática o económica, pero con la pandemia de la covid, y sus teorizaciones, ya hemos tenido suficiente ración de todo lo que le debemos a la ciencia, y lo que ella necesita para llegar a una solución que va a progresar entre ensayos y logros a medida que el tiempo lo permita. Y el aprendizaje, este: de ella esperamos todo lo mejor y poco a poco en los medios, y de ella amamos que no nos sustituya en la elección de los fines de su encargo y, menos aún, en la respuesta a las preguntas últimas del ser humano.
O sea, que el humanismo ilustrado y el personalismo cristiano hace tiempo que nos han orientado con firmeza irrenunciable y convergente sobre qué metodología requiere la verdad, antes de lanzarnos en tromba a darla por ganada o heredada. Porque una cosa es que la amemos, y a la estela de ese amor busquemos con ahínco la verdad, y otra que esté a nuestra disposición porque somos un grupo de elegidos. Entre buscarla y seguirla con ahínco está el hallarla, y hallarla con razones de vida honesta, y no solo de inteligencia metafísica, es la cuestión por excelencia del vivir como humanos en la Tierra de todos. Las cosas se están poniendo difíciles para esta Tierra y para esta Humanidad únicas. ¿Tengo que hacer recuento de por qué?
Hablábamos de los abusos cometidos en ese «les voy a decir la verdad» y por qué requiere acercarnos a ella con tiento, con una actitud intelectual y vital honesta. Y ¿qué es la honestidad intelectual? La objetividad, dirán los de la verdad ‘modernista’, conocerlo todo con objetividad y contarlo así. Todo conocimiento es interesado, dijo el filósofo, y lo es en mayor o menor proporción, importa esto, pero siempre en mucha. ¿Hay algún bien capaz de evitar ese interés particular y grosero? Y contesta el teólogo y el filósofo de la verdad, con minúscula y a la medida del ser humano, «sí, el mirar, valorar y ordenar la vida en común desde los últimos y, por tanto, desde el hambre y la sed de justicia samaritana para todos». No está mal como verdad sin caer en el exceso verbal.