LIBERTAD DIGITAL 31/05/16
XAVIER REYERS MATHEUS
Le han preguntado a Albert Rivera en una entrevista si cree que Venezuela es una dictadura, y pongo aquí la transcripción de lo que ha contestado:
Yo diría que es incluso peor. Las dictaduras no tienen libertad, pero tienen cierta paz y orden porque todo el mundo sabe lo que hay, pero aquello es peor, es una tiranía arbitraria. No respeta nada. Es más grave porque no hay manera de saber lo que te puede pasar, porque te puede pasar de todo.
Como no podía ser menos, la respuesta ha alborotado aquel vivero de reflexión inteligente y ponderada que es Twitter, en donde ha habido reñida competencia por ver quién denunciaba antes las tremendas conclusiones que se sacan de la tal entrevista: que Albert Rivera es un claro defensor de los sistemas dictatoriales, y que los descendientes de Donoso Cortés harían bien en demandarlo por plagio presentando una comparación sinóptica entre el famoso discurso de 1849 y el programa de Ciudadanos. Que no se extrañe nadie, pues, de que con semejantes filias logre el señor Rivera burlar un día de estos los escáneres del Congreso y acaudillar en la Cámara un nuevo tejerazo, o que –aún peor– pretenda sumar sus servicios políticos a la indigna empresa de sostener esta sanguinaria dictadura bajo la que hoy gime España.
Ahora bien: según yo entiendo, en español la palabra peor significa «más malo»; de modo que si Albert Rivera afirma que hay algo peor que una dictadura no está dejando de reconocer que una dictadura sea mala (ha dicho «incluso» peor, de hecho, para acentuar más el grado de maldad). Pero lo que se ha querido deducir es que Rivera ha saltado en su asiento para exclamar: «¿Que si Venezuela es una dictadura? ¡Qué va! ¡Si las dictaduras son estupendas!«. Y lo paradójico es que esos intérpretes tan agudos, a cuyos exquisitos paladares no pueden escapar las trazas autoritarias presentes en el discurso de Rivera, se descacharran de la risa ante lo que juzgan puro alarmismo meapilas («¡Buuu, que viene el Frente Popular!», se burlan) de quienes no creen que Pablo Iglesias o la CUP, con sus guillotinas, su intolerancia y sus algaradas, representen sin más los ideales del flower power 2.0. Curioso.
No sé si le habrá dado tiempo al señor Rivera, en las pocas horas que pasó en Venezuela, de asimilar cabalmente lo que sucede en aquel país. Yo, que soy de allá, sí puedo apelar a la experiencia para apoyar mis juicios, aunque la imposición chavista me niegue cualquier participación en la venezolanidad y me descarte como a un aliado de las fuerzas antipatrióticas, exactamente según ha hecho el nacionalismo catalán con la catalanidad del señor Rivera. Lo cierto, en fin, es que la apreciación del líder de Ciudadanos no podía ilustrar mejor el caso en el que se halla Venezuela, cuyo modelo político es ciertamente peor que una dictadura.
El problema, claro, es que quienes se escandalizan de la afirmación entienden que dictadura significa exclusivamente franquismo, y ya sabemos que desde los asirios hasta la actual Corea del Norte ningún régimen de la historia puede aspirar hoy en España a superar al de Franco en la categoría de peor. Pero a mí nada me impide reconocer que, en cuanto a los rasgos que señalaba el señor Rivera, el sistema venezolano es peor, por ejemplo, que la dictadura cubana, bajo cuya férula ciertamente no campa a sus anchas el crimen que en Venezuela se cobra impunemente más de 20.000 víctimas al año. Oh, vaya: quizá la comparación tampoco les valga aquí a los ofendidos con Rivera, porque tratándose de Cuba es en cambio probable que el matiz peyorativo de peor les quede meridianamente claro, y en consecuencia no lo admitan para el gobierno de los Castro; porque rechazan para éste cualquier otra posibilidad que no sea la de resultar mejor. Que las hipócritas democracias liberales y que todo, vamos. Pongamos entonces otro ejemplo: seguro que esos mismos esclarecidos tuiteros reconocerían que la dictadura de Sadam Husein no era peor que la guerra de Irak. ¿Ven cómo no es tan difícil?
Sobre la capacidad que ha de tener el político para establecer estas comparaciones discurrió Ortega en su ensayo sobre Mirabeau, en el que dejó escrito que «no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que hay subversión de lo que vale menos contra lo que vale más». Quizá la opción sea simplemente entre lo malo y lo pésimo, como los distintos tipos de dictadura a los que la embajadora Jeane Kirkpatrick se refirió en los años 80 (en su célebre libro Dictatorships and Doble Standards); un ejercicio de racionalidad política que recibió la condena unánime de quienes la presentaron como el Maquiavelo del imperialismo yanqui. La izquierda, en cambio, nunca se ha cortado un pelo para dejar claro que sus fines (todos buenos y altruistas por naturaleza, como los juzga la Pedroche) justifican cualquier medio: desde el fraude a la Constitución y el golpe de Estado hasta la checa y el gulag, todo es ético si se hace en nombre de la causa y de la revolución.
Parece que a la gente le ha molestado particularmente que Albert Rivera afirmara que, a costa de la libertad, algunas dictaduras tienen, al menos, las ventajas de la paz y el orden. Eso no las hace mejores que las democracias, ni es lo que ha dicho el catalán; las hace mejores que las «tiranías arbitrarias» en las que «te puede pasar todo», según su definición absolutamente precisa del régimen venezolano. No hay que haber leído a Hobbes para intuir que lo primero que una persona espera del Estado es que ponga los medios para impedir que llegue cualquiera y alegremente la mate. Cuando en la medida de lo razonable esa necesidad se halla satisfecha, entonces el individuo ya tiene cabeza para ocuparse de sus derechos políticos, de los impuestos, de los tratados de libre comercio en los que se mete el país, de las energías renovables o de las subvenciones al cine. La anarquía, la sensación de que ninguna justicia nos ampara y ninguna autoridad nos protege, es la última expresión de la indigencia ciudadana y la razón por la que los pueblos, de Napoleón para acá, han acabado poniendo su libertad a los pies de un hombre fuerte, capaz de meter en vereda todo lo que se hallaba subvertido y desquiciado por los efectos antisociales de una revolución.
Para efectos de la situación venezolana, estos asuntos no son meras disquisiciones de historia o de teoría política. Chávez demolió una imperfecta socialdemocracia con la promesa, sin duda inquietante, de implantar el comunismo; pero en realidad eso nunca se cumplió. A nadie le dio tiempo, ocupado como estaba todo el mundo en robar a manos llenas. No obstante, el chavismo sí que logró construir una estructura totalitaria, no para organizar nada, sino, por el contrario, para disolver cualquier cuerpo que supusiera un límite o una amenaza para su poder. De este estado de desarticulación general ha surgido un caos absoluto (en lo económico, en lo social) que ya no puede resolverse ni progresando hacia el Estado comunista ni mediante la reacción de unas Fuerzas Armadas también enfangadas hasta la cintura. La primera de esas dictaduras seguramente habría sido jaleada por los que han criticado a Rivera, aunque quizá no hubiera supuesto para los venezolanos menos miseria y pobreza que el desbarajuste actual. La segunda no era inexorable, porque habría bastado con que las Fuerzas Armadas hubieran cumplido con su deber constitucional de hacer respetar el Estado de Derecho; pero esta posibilidad, con su correspondiente peligro de quedar el país bajo una autoridad militar (distinta de Chávez o de Diosdado, se entiende), fue conjurada sistemáticamente por el fariseísmo de los que, por intereses diversos, se empeñaron en mantener que el chavismo era una democracia jeffersoniana, cuya ejemplar conducta dejaba sin justificación cualquier movimiento de fuerza. Llegados al día de hoy, para Venezuela no existe amenaza de remedio malo y ni siquiera peor: la expectativa que tiene por delante es la del incluso peor de Rivera, consistente en una implosión anárquica del régimen, en donde ni Maduro ni la oposición tendrán la fuerza necesaria para controlar a los distintos grupos y facciones criminales que, luchando todos contra todos, procurarán mantenerse en el poder.
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