Iván Igartua-El Correo

  • Navalni fue el mayor símbolo de la resistencia cívica frente a la autocracia rusa

Es lo que no ha podido hacer Alexéi Navalni. En realidad, lo que nadie que se haya enfrentado de veras a Putin ha logrado en los últimos veinte años: salir indemne -o mejor dicho, vivo- del choque. A menos que el disidente haya puesto tierra de por medio para refugiarse en algún lugar remoto y bajo estrictas medidas de protección. Y en ocasiones ni siquiera eso ha bastado para poder conservar la vida. Son numerosas las muertes de políticos, periodistas y empresarios sucedidas en ‘extrañas circunstancias’, expresión manida que se ha vuelto sinónimo de asesinato ideado y ejecutado por los servicios secretos a las órdenes del Kremlin.

A Alexéi Navalni le esperaba hace tres años y medio una muerte súbita por envenenamiento que a la postre fracasó, tal vez por la suma de la impericia técnica de quienes recibieron el encargo de ser sus verdugos y la propia fortaleza física de Navalni. A pesar de la gravedad del intento, una vez recuperado en Alemania del coma inducido, Navalni decidió regresar a Rusia a sabiendas de que sería encarcelado quizá de por vida o al menos hasta que se produjera un cambio político. Y asumiendo a buen seguro que, una vez entre rejas, las opciones de supervivencia se irían esfumando mes a mes. El traslado repentino a una prisión inhóspita de Jarp, a unos 2.000 kilómetros de Moscú, sin que nadie de su entorno fuera avisado, no hacía presagiar nada bueno.

Es difícil creer, pese a todo, que Navalni tomara en su día la decisión fatal de regresar a Rusia simplemente por abrazar el destino del mártir político. En Rusia el futuro es casi siempre historia, como ha escrito Masha Gessen. Pero Navalni sí aspiraba con todas sus fuerzas a cambiar el futuro de una sociedad que seguramente no estaba ni de lejos preparada para ello. Pensaba que, pese a las dificultades, que nunca serían pocas, en algún momento Rusia despertaría del sueño (más bien pesadilla), como en aquellos versos de Pushkin contra la autocracia zarista. Y que, para precipitar ese momento, él tenía que estar presente, en la calle o en la cárcel. A pesar de que las movilizaciones ciudadanas alentadas por Navalni difícilmente podían preocupar en exceso al Gobierno, por más que algunas fueran multitudinarias años atrás, su figura y todo aquello que simbolizaba no dejaba de molestar. Y ser molesto en una dictadura es jugarse la vida.

El régimen de Putin, hecho mitad de paranoia, mitad de siniestro matonismo, no tolera ningún resquicio por el que puedan colarse ideas, actitudes o incluso estados de ánimo que supongan la más mínima amenaza para el sistema. Se empieza por una pequeña fisura y al poco todo el edificio puede venirse abajo. Por ello, entienden, hay que adelantarse, arrancar de cuajo un problema en cuanto empieza a asomar, incluso -mejor aún- antes de que lo haga. Puro Orwell. Navalni ya era un problema hacía tiempo, fuera más o menos relevante, e incluso estando recluido, con todas sus capacidades políticas y civiles mermadas, seguía incomodando al Hermano Mayor. Hay un dicho en Rusia que resume con fría precisión largas décadas de práctica represiva: una vez que no está la persona, desaparece el problema. Y también esta vez han sido fieles a la tradición.

De inicios ideológicos un tanto dubitativos (por llamarlos de algún modo), Navalni pronto vio, sin embargo, que la sociedad rusa solo se sacudiría la rémora soviética, autoritaria y corrupta, cuando decidiera optar por un sistema democrático de corte liberal, respetuoso con los derechos humanos y las libertades civiles. Ahí encontró su misión, a la que se ha dedicado en cuerpo y alma, en la medida en que ha podido (o le han dejado). Formó en su momento un equipo de jóvenes activistas, con los que se dedicó a desenmascarar la podredumbre de un régimen basado en una clientela mafiosa y al servicio del poder omnímodo de Putin, quien, por otro lado, se ha ido enriqueciendo obscenamente durante estos años. Los documentales de Navalni, impactantes y salpicados de ironía (el recurso que más suele irritar a los dictadores), han circulado por medio mundo. También los han podido ver no pocos ciudadanos rusos. Su opinión sobre la invasión de Ucrania no pudo ser más contundente: la tachó de estúpida y criminal. El Kremlin nunca olvida las afrentas.

Con la muerte de Navalni en extrañas circunstancias decae el mayor símbolo de la resistencia cívica frente a la autocracia. Es probable, de hecho, que más de un estratega oficial haya lamentado que se le hubiera permitido crecer tanto como emblema de la disidencia. Para que otros no sigan la senda que marcó Navalni el mensaje ha sido meridiano: como a las puertas del infierno (el de Dante o el de Putin), abandonad toda esperanza. Olvidan, en cualquier caso, que regímenes incluso peores han caído a lo largo de la historia. A este también le acabará ocurriendo. Y aunque a Navalni ya no le sirva, su figura será entonces recordada y reivindicada como la de un precursor, incondicional y valeroso, que se enfrentó a una de las tiranías más despiadadas de este siglo XXI.