Gabriel Albiac-El Debate
  • La que aparece en los documentos recomendatorios como «sobrina del ministro Ábalos», habría trabajado en su puesto hasta la consunción, rezan los informes de quienes la contrataron. Según ella, jamás dio un solo palo al agua. Ni en la primera, ni en la segunda empresa benefactora

El más cruel epitafio sobre la tumba de un político lo deja caer Clemenceau un 16 de febrero de 1895 ante el cadáver de Félix Faure: «Il a voulu vivre César, il est mort Pompée». La traducción no da la malvada grosería. Pero no hace falta tampoco mucho ingenio para atisbarla.

Caballero aún en la flor de la madurez, el quincuagenario Faure recibe en el palacio presidencial a lo que en ese final del siglo XIX francés se llama, muy elegantemente, una demi-mondaine, íntima suya. Como tiene por costumbre, hace que su mayordomo dé dos toques de campanilla a la llegada de Madame Steinheil ante la puerta del Elíseo para que él pueda ingerir entonces los refuerzos farmacológicos que la ocasión exige. Una cadena de infaustos errores lo induce a la errónea ingestión de dosis doble. Cuando los gritos de la dama hacen acudir al estupefacto mayordomo, el presidente es ya cadáver. Aferrado con tal fuerza a los cabellos de su protegida, que no queda más remedio que proceder a cortarlos para que pueda esfumarse de allí antes de que la voz se corra. El médico, que llega sin aliento, pregunta al eficiente fámulo: «¿El presidente conserva aún su conocimiento?» Y el eficiente fámulo replica: «No señor, no. La hemos hecho salir por la puerta de atrás».

Entre lo sórdido y lo hilarante, su malhadada defunción otorgará a Félix Faure una perennidad histórica muy por encima de la que sus cuatro años en la presidencia francesa le hubieran, tal vez, concedido con mucha benevolencia. Me pregunto si, al cabo de unos cuantos decenios, cuando todos los que tanto nos regocijamos con los ridículos venales del ministro Ábalos estemos impolutamente calvos, no será su maravillosa sobrinita la que venga a salvarlo del cruel olvido. El salvaje chiste de Clemenceau da memoria a un político insignificante de la Tercera República, del que absolutamente nadie recordaría el nombre, de no ser por la trágica escena de la mano que se crispa en el cabello de la dama que oficia su postrer deleite, apresándola. No contento con el chiste, el gran Clemenceau remata: «Félix Faure ha retornado a la nada. Se habrá sentido en casa».

Claro que siempre se puede decir que hay una diferencia –además del síncope– entre ambos casos. La señora Steinheil no era pagada con cargo a contrato en empresa pública, al modo en que la sobrinita maravillosa lo fue, sin hacer, declaró ella al juez, gesto alguno que pudiera interpretarse como actividad laboral. Pero, seamos equitativos: al señor Steinheil, pintor no demasiado ilustre y legítimo esposo de la infortunada protagonista de aquel luctuoso trance decimonónico, le contrató el señor presidente unos cuantos cuadros que compensaban generosamente su marital desasosiego. En esto de las demi-mondaines y de las sobrinitas todo está ya inventado desde los tiempos más remotos.

Sin cadáver por medio, que ennegrezca la cosa, todo este embrollo de quien fue mano derecha del presidente Sánchez va enredándose en la más grotesca zarzuela. La que aparece en los documentos recomendatorios como «sobrina del ministro Ábalos», habría trabajado en su puesto hasta la consunción, rezan los informes de quienes la contrataron. Según ella, jamás dio un solo palo al agua. Ni en la primera, ni en la segunda empresa benefactora. Si lo dio en otro sitio, no parece que quede huella en su declaración de Hacienda.

Alrededor de este enigma, imagino la iracunda alarma de las feroces feministas –ministras o no– del PSOE de Pedro Sánchez. ¿A quién creer? ¿A los compañeros al frente de esas empresas públicas, que garantizan que la sobrina superó pruebas de selección por encima de ciento y pico concursantes y que trabajó en su puesto como el más esforzado picapedrero? ¿O a la sobrina misma que afirma que ni a ella le hizo nadie prueba alguna que no fuera la de responder si sabía leer y escribir, ni nadie le sugirió jamás que hubiera de trabajar en cosa alguna?

Preguntas, naturalmente, ociosas. Y malvadas. La recta doctrina es inamovible: «¡Sobrina, yo sí te creo!»