UN FANTASMA se desvanece en Europa: el fantasma del socialismo. El ejemplo lo tenemos muy cerca. Tras alcanzar el peor resultado de su historia desde la Transición, el PSOE se ha enzarzado en una guerra fratricida cuyo final es incierto pero cuyas consecuencias son certísimas: si se celebran pronto nuevas elecciones, su apoyo electoral continuaría a la baja. Lo que no sabemos es si a largo plazo la nave del partido encontrará un piloto capaz de enderezar la situación dando un golpe de timón y recuperando un rumbo racional que encamine la nave socialista hacia los caladeros de votos, que son el único apoyo sólido de un partido democrático.
Me pregunto si los lectores habrán reparado en los paralelos que existen entre la crisis del socialismo en España y en el Reino Unido. Después de una serie de derrotas electorales, el partido laborista británico ha dado un golpe de timón, sí, pero en la dirección equivocada. Los militantes acaban de renovar el mandato al frente del partido a Jeremy Corbyn, un viejo izquierdista de discurso vago pero radical (valga la redundancia) que tiene todos los visos de seguir cosechando sonadas derrotas electorales. The Economist decía recientemente con sorna que Gran Bretaña se había convertido en un país de un solo partido, lo que antes se decía de las dictaduras comunistas o fascistas.
También los tories están profundamente divididos; pero así y todo, mientras el laborismo siga adentrándose por el camino de Trotsky, las perspectivas electorales de los conservadores son muy favorables. Su único problema, a la larga, es que los liberales (dem-libs, o como se llamen ahora) se recuperen a expensas de los laboristas suicidas. Para un historiador éste sería un fenómeno muy interesante, porque llevaría la política británica a la situación de hace un siglo, en que los dos partidos hegemónicos eran los tories y los whigs. Pero esta vuelta al pasado llevaría unos años, y los años en política son años luz. De momento, gracias a los errores laboristas, en Gran Bretaña el partido hegemónico es el conservador.
Si volvemos los ojos a otros países, como Francia, también vemos al socialismo en serios apuros. Aunque aún en el poder, todos los pronósticos indican que lo va a perder en 2017, y que además, el partido se escinde y amenaza con convertirse en irrelevante. No hace falta mucho estudio para advertir de que el socialismo europeo parece encontrarse en fase terminal. Las razones son claras y yo, que siempre me he considerado socialdemócrata, aunque no hombre de partido, llevo ya muchos años diciendo que el socialismo muere de éxito, porque, tras un siglo XIX de lucha para lograr imponer un programa profundamente democrático y de escindirse en dos ramas, la revolucionaria y la evolucionista, ésta terminó triunfando en el siglo XX (aunque pareciera que había triunfado la otra, la revolucionaria bolchevique), al menos en Europa, donde consiguió por medios democráticos la implantación del Estado de Bienestar, que cumple el programa que los socialistas se habían fijado muchos años atrás. Una gran parte estaba ya en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, pero se alcanzó sin violencia ni dictadura del proletariado.
El problema del socialismo es que, al conseguir todos sus objetivos, se quedó sin programa. Los partidos conservadores, que siempre han sido más pragmáticos, aceptaron el Estado de Bienestar, de modo que las diferencias entre derecha e izquierda se redujeron a matices y retórica, con pocas discrepancias sustantivas. Al socialismo entonces le falló el capital humano, es decir, las ideas. ¿Cuál iba a ser el papel, en una sociedad desarrollada y democrática (de nuevo, valga la redundancia), de un partido socialista? Una tentación ha sido dar un salto a la izquierda: ya que los conservadores se habían centrado, los socialistas se radicalizarían. Pero ¿qué es la izquierda en esta sociedad desarrollada y democrática? Para unos, es adoptar una retórica comunista: más Estado, menos mercado. Para otros, o los mismos, es la defensa de las minorías: inmigrantes, homosexuales, ecologistas, mujeres (aunque sean mayoría y la igualdad de sexos esté plenamente reconocida) e, inmenso error, nacionalistas regionales.
¿Pero dan estas causas suficientes votos? Es dudoso: en las sociedades modernas predomina una amplia y difusa clase media que puede tener arrebatos izquierdistas, pero que normalmente no se siente atraída por los extremos. La España actual puede escorarse hacia la izquierda por herencia del franquismo, pero este sesgo tiende a desaparecer con las generaciones que sufrieron la dictadura. De ahí la retórica guerracivilista que continúa empleando la izquierda del PSOE, tratando de mantener vivos los rescoldos de la memoria histórica y de pintar a sus adversarios conservadores como franquistas. Y de ahí el enrocamiento miope y obcecado de los dimitidos dirigentes del PSOE, negándose a permitir que gobierne el PP aunque les saque 52 escaños. El pretexto de la corrupción no es convincente viniendo del partido de los ERE, de Filesa, y de tantos otros escándalos. Todos estos recursos son vías muertas: el socialismo no tiene porvenir si no se reinventa y adopta un papel y una identidad claros y renovados. A base de guerracivilismo y de buscar el apoyo de los nacionalistas catalanes a cualquier precio, como hizo Zapatero y quería hacer Sánchez, no se puede llegar muy lejos. Se podrán ganar unas elecciones coyunturalmente, pero el declive a la larga es inevitable.
A esto se añade un mecanismo automático que empuja al socialismo al suicidio, como ha ocurrido en Gran Bretaña y tal como está ocurriendo aquí. El izquierdismo, esa enfermedad senil del socialismo (parafraseando a Lenin), podrá atraer a ciertos sectores de la juventud, pero ahuyenta a los militantes de clase media, seguramente más numerosos. Quedan sólo los más extremistas; la militancia se radicaliza con el partido: se produce un fenómeno de retroalimentación.
Esta militancia radicalizada es la que elige a Corbyn contra los parlamentarios laboristas, que están más cerca del electorado; y es la militancia con que contaba Sánchez para ser reelegido secretario general del PSOE en contra del criterio de los barones regionales, que también están más cerca de los electores. Se da así la paradoja de un partido que, cuantos más votos pierde, más se radicaliza, persistiendo en los programas que le alejan del electorado. Sin un golpe de timón y un destello de inteligencia, PSOE y Laborismo pueden desaparecer. Otros casos se han dado.
¿HAY REMEDIO? Es concebible, pero se necesita mucha inteligencia y mucha energía para conseguir el necesario cambio de rumbo. No basta con deshacerse de Sánchez con una triquiñuela y seguir como si tal cosa. Debe venir un periodo de travesía del desierto en que el socialismo español suelte mucho lastre y se redefina como socialdemócrata con sus gotas de sangre jacobina, es decir, igualitaria, abandonando las veleidades y escarceos con el nacionalismo separatista y la actitud descalificadora y guerracivilista con sus rivales. El único futuro del socialismo español (y europeo) radica en ser más eficiente y más honrado que esos rivales en la administración del Estado de Bienestar, no saqueándolo, como ha hecho a menudo, sino saneándolo, extendiendo las protecciones y coberturas sólo cuando sea económicamente posible, persiguiendo el despilfarro y la corrupta costumbre de emplear el dinero público, que sale del bolsillo de sus votantes, para comprar a otros votantes. Ofreciendo muchos años de honradez y firmeza, sí, pero de verdad, no de boquilla. Con conciencia de la propia misión y sin miedo a la competencia de demagogos. Y entonando un mea culpa para que los electores crean que esta vez sí va en serio.
Gabriel Tortella es economista e historiador y autor de Los orígenes del siglo XXI.