JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • De nuevo hoy el PSOE se asoma hacia el abismo. Prisionero de la política errática y oportunista del Gobierno, cualquiera podría darle un empujón si se descuida: los demócratas conservadores o el emergente partido verde

¿Libertad para qué? Esta pregunta se la oí a un joven diputado del PSOE en el único debate político digno de tal nombre que he visto en las televisiones españolas en tiempos recientes. Habían convocado a representantes de las juventudes de los diversos partidos a fin de demostrar que eran menos broncos, mejor educados, y más tolerantes que sus empoderados jefes. Efectivamente esa es la impresión que dieron, restaurando a su modo el buen nombre de la política y hasta el del periodismo, tan enfangados por mitineros, tertulianos y sus estúpidas vociferaciones. Por lo demás, la reflexión sobre la libertad se hacía al hilo de la victoria abrumadora de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones madrileñas a las que había concurrido con dicho eslogan, el mismo que utilizó el PSOE en los primeros comicios de la Transición española (“Socialismo es Libertad”).

¿Libertad para qué? Quien así se expresaba conocía sin duda que esta fue la interrogante planteada por Lenin hace un siglo al diputado socialista y eximio intelectual Fernando de los Ríos. No sé si recordaba en cambio la respuesta de este: “Libertad para ser libres”. La libertad de ser libres es de igual modo el título de un opúsculo de Hannah Arendt, en cuyo texto se pone de relieve que la libertad ha sido la bandera de todas las revoluciones, victoriosas o fracasadas. Pero pese a tan noble enseña las revoluciones que ella llama distorsionadas acaban, las más de las veces, convertidas en regímenes despóticos. La Unión Soviética y sus satélites en el pasado, Nicaragua, Cuba o Venezuela en el presente, son buen ejemplo de ello. La lucha por la libertad constituye no obstante el más poderoso incentivo para quienes aspiran a promover cambios sustanciales en la vida de las gentes. Es un ensueño noble cuya definición no depende del para qué sino del por qué: la confrontación contra un poder establecido que se considera injusto.

Viene esto a cuento de la resaca de los comicios madrileños y la reacción de los dirigentes del PSOE y el Gobierno de Sánchez tras su monumental derrota. En vez de intentar un análisis de las causas de la misma y procurar una reflexión, se han dedicado a insultar a los electores, ridiculizar a los elegidos, y hurtarse a debatir sobre si el 5 de mayo marca o no un punto de inflexión en el devenir de la socialdemocracia española, pilar esencial hasta hace solo un par de años de nuestra estabilidad democrática.

La alegación de que lo sucedido en Madrid no es extrapolable revela el miedo y la inseguridad que permea hoy el aparato del partido, sometido hasta la irrisión a las consignas de Moncloa. Sus dirigentes parecen cada vez más alejados de lo que en tiempos del franquismo definíamos irónicamente como la funesta manía de pensar, tan funesta que entonces te conducía a las tinieblas exteriores. Lo mismo que ahora, pues precisamente por pensar quieren expulsar del PSOE a Joaquín Leguina, luchador histórico contra la dictadura, con un pedigrí democrático que para sí quisieran muchos en el banco azul; o a Nicolás Redondo, portador de un apellido mítico en el movimiento sindical socialista, cuyo líder no fue expulsado, que se sepa, cuando se opuso con estruendo a la reconversión industrial del Gobierno González.

Naturalmente que lo sucedido en Madrid puede ser extrapolable al resto de España. Aunque en realidad sucede al revés: más bien parece la consecuencia, y no la causa, de la deriva hacia la nada de las bases del movimiento socialdemócrata, tanto aquí como en Europa. En nuestro caso, fue contenida tímidamente en las últimas elecciones generales, pero de nuevo hoy el PSOE se asoma hacia el abismo. Prisionero de la política errática y oportunista del Gobierno, cualquiera podría darle un empujón si se descuida: los demócratas conservadores o el emergente partido verde, que pugna por apartarse de comportamientos sectarios a medida que la dirección socialista se atrinchera en ellos.

Los socialdemócratas europeos tienen motivos para preocuparse. En Francia, en Italia, en Grecia, sus partidos se han disuelto sin que ni siquiera nadie haya querido guardarles el luto. En Alemania su supervivencia ha sido apuntalada por la colaboración con la democracia cristiana, pero se enfrenta ahora a la amenaza de los verdes. Hasta el labour británico parece desnortado frente al histrionismo de Boris Johnson. Pedro Sánchez acostumbra a presumir de que el socialismo ibérico es el último bastión socialdemócrata del continente, pero debiera ser más cauto en sus declaraciones dada la frenética sangría de votos que en las recientes elecciones autonómicas (Galicia, Euskadi, Madrid) ha experimentado; y convendría no sobrevalorar su pírrica victoria en Cataluña, toda vez que el partido más votado en esos comicios fue la abstención.

Al margen las anécdotas, tan repetidas, que ponen de relieve el apartamiento de Moncloa respecto a las preocupaciones y anhelos de los ciudadanos, conviene preguntarse sobre qué debería hacer ese partido para intentar recuperar su antiguo fuste. La respuesta es fácil de encontrar en su propia memoria histórica. Felipe González anunció la renuncia al marxismo del PSOE veinte años después de que lo hubiera hecho el SPD alemán. Se inauguraba así una etapa de relevancia socialdemócrata en la construcción de la democracia española. Aunque algunos no lo entiendan, este fue un movimiento verdaderamente revolucionario en la medida en que construyó un orden nuevo que encarnaba, parafraseando a Arendt, “la experiencia sin igual de ser libres para emprender un nuevo comienzo”. Pocos años después en una revista del partido, dirigida por José Félix Tezanos cuando era todavía un sociólogo prestigioso y no un mercenario del poder, Willy Brandt definía con precisión y acierto la misión del socialismo democrático: proteger los derechos humanos mediante la construcción de una sociedad abierta que combinara el ejercicio de tres derechos fundamentales: la concepción liberal de la libertad, incluida la individual; la participación democrática; y los derechos sociales que garanticen la igualdad (de manera urgente y prioritaria la total equiparación social de hombres y mujeres). Sobre estos principios se construyó el consenso constitucional de 1978, amenazado ahora por el cainismo, la polarización y la incompetencia de las clases dominantes. Un desastre sanitario, económico y social como el que venimos padeciendo representa, queramos verlo o no, una auténtica emergencia humanitaria, también en los países desarrollados. Por eso es tan lamentable el aberrante comportamiento que el Gobierno y el principal partido de la oposición continúan protagonizando, con una cortedad de miras y un aferramiento a sus privilegios tan evidente como detestable.

El partido socialista ha sido, al menos hasta la llegada al poder de su actual equipo, un elemento esencial para la estabilidad política, el progreso y la justicia social en nuestro país. Su debilitamiento amenaza no solo su futuro, sino el de todo el sistema y el de la izquierda política en general. Sus dirigentes deben atreverse a mirarse al espejo y comprender que en realidad Madrid no ha votado tanto a favor de la derecha, como contra el autismo y la incompetencia del poder central. Frente a lo que creía Gabilondo, el problema no era tanto este Podemos, como este PSOE, del que él mismo ha acabado siendo víctima. Un problema de liderazgo y de convicciones morales. Para tratar de recuperar ambas cosas, y de paso el favor del electorado, deberían sus militantes escuchar a los intelectuales en vez de acusar de revisionistas a quienes no piensen como ellos. Aprenderían así los más jóvenes el obvio significado de la libertad que hoy disfrutan gracias a gentes como Leguina, y huirían de folclóricas alusiones al libertinaje. No vayan a incurrir en idéntica concepción a la de la dictadura franquista y el integrismo católico, cuando sus ideólogos reclamaban “libertad, sí, pero libertad para el bien”. El bien, claro está, definido como tal por el poder constituido.