- Criticar la deriva de la izquierda no es hacerle el juego a los «fachas». Se trata precisamente de lo contrario: de religar el socialismo con sus principios, y no con los intereses privados de una cohorte de sinvergüenzas.
Tiempos de melancolía y escepticismo. Cuesta ordenar las palabras y que encuentren algún sentido. Como suele decir el maestro Ovejero, «todo lo hacemos entre todos», aunque hay ocasiones en las que uno siente serias dificultades para que su eco aporte algo y no suene como lluvia sobre mojado: redundante, prescindible e irrelevante.
Cada vez resulta más quimérico aspirar a un debate político racional, en el que las ideas, los principios y el juego limpio ordenen la conversación pública. A cuenta de los últimos escándalos de corrupción, hemos tenido una buena muestra de esa corrosión de cualquier asidero racional.
Asistimos a un reparto de papeles tan predecible como soporífero. La trinchera identitaria y el hooliganismo de las siglas se erigen en sustitutos inquietantes de un pensamiento medianamente crítico e independiente. Las palabras «izquierda» y «derecha» han sido tristemente convertidas, en su uso más habitual, en ardides de trileros que justifican cualquier desmán de los suyos.
El gregarismo tribal (que saludablemente deberíamos reservar para las pasiones sagradas, como el fútbol, donde la comunidad identitaria tiene todo el sentido del mundo y donde, paradójicamente, se trata de imponer la peor uniformización mercantilista en favor de un negocio ajeno a las gradas, llámese llevar un partido de La Liga a Miami o celebrar la Supercopa de España en Arabia y acometer las sinvergonzonerías más variopintas en Qatar, entre otros puntos cardinales del mapa donde la tiranía y las vulneraciones de los derechos humanos sí parecen resultar válidas), ese gregarismo tribal, digo, se desplaza inquietantemente a la política.
Pero en la política debiera primar el bien común a través de una deliberación colectiva que desembocara en normas racionales, comunes y de igual aplicación a todo hijo de vecino, en aras a una razonable convivencia democrática.
Según una cartografía inmoral, ser de izquierdas ahora consistiría en sostener que los golfos del Peugeot no eran tan golfos y que, aunque lo fueran, siempre habrá otros peores, llámense fascismo, neoliberalismo o satán derechista.
Ser de derechas sería algo así como aplaudir a Mazón, un personaje a quien, como bien nos recordaba el otro día David Mejía en un artículo brillante, sólo los marcianos pueden defender de una dimisión impepinable, más por una cuestión de decencia que de gestión.
Porque, con respeto a la gestión, si la de la Generalidad fue bochornosa, otro tanto podríamos decir del gobierno de la nación, en este país jibarizado por el disparate confederal que pone por encima las sacrosantas competencias de las taifas que el interés público.
«Si quieren ayuda, que la pidan», a modo de célebre resumen de la corrupción más grave de todas.
¿Acaso ser liberal, conservador, socialdemócrata, socialista o cualquier otra adscripción ideológica no debería guardar alguna relación con tomarse en serio los principios?
Cunde la sensación, cada vez más extendida, de que la política se guía por intereses descarnados, en donde siempre tiene las de perder, en comparación con otras esferas, como el mercado, mucho más aptas para la calibración de esos mismos intereses.
En el fondo, este gobierno, a pesar de lo que sostengan corifeos de uno y otro signo, demuestra a diario un desprecio generalizado por los principios que supuestamente tendrían que informar una política socialista.
Para empezar, los desprecia cuando patrocina una despolitización completa de la vida pública, en tanto que la política se desnaturaliza y deja de ser el espacio cívico en común, la ordenación normativa de la sociedad y la administración de lo que nos compete a todos como ciudadanos.
Cuando la política se reduce a una concatenación de escándalos y chanchullos, a un inventario de grotescos Lazarillos (estos sin encanto ni honor), Torrentes que hacen que la realidad supere con creces a la ficción, personajes inverosímiles que añaden una coda infinita a las brillantes filmografías de Cuerda y Berlanga, entramos definitivamente en una dimensión diferente.
«Paradójicamente, hoy las siglas socialistas apuntan en una dirección profundamente antipolítica y, por ende, abiertamente antisocialista»
Asistimos a la culminación de la privatización completa de la política. El Estado deja de ser el instrumento de transformación colectiva y se convierte en la prolongación clientelar de la familia, el partido o, en sus formulaciones más casposas, el propio ombligo (y bragueta).
Paradójicamente, hoy las siglas socialistas apuntan en una dirección profundamente antipolítica y, por ende, abiertamente antisocialista.
A quienes nos reconocemos como socialistas nos debería mover el ideal de una sociedad sin privilegios, en la que «el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos».
Una sociedad, en definitiva, radicalmente democrática, en la que cristalice la forma más destilada del ideal de ciudadanía y en la que seamos capaces de entronizar la igual libertad de cada ciudadano y la posibilidad de autogobernar nuestras vidas.
Un ideal indudablemente alejado de la vida cotidiana de millones de personas, que siguen sufriendo unas condiciones materiales de existencia caracterizadas por la violencia, la opresión y la servidumbre.
Entonces ¿por qué hemos de atrincherarnos en torno a grupos políticos cuya única preocupación es mantener el poder a cualquier precio sin capacidad siquiera de sacar adelante unos Presupuestos que permitan orientar la política social y económica hacia la redistribución de la riqueza, la protección de los trabajadores, la vivienda pública o la justicia social?
¿Qué hay de socialismo en cerrar filas en torno a personajes nefastos que (presuntamente) nadaban en dinero negro, sustanciaban negocietes hediondos y aprovechaban una de las grandes tragedias de nuestra Historia reciente para facturar y lucrarse a costa del bien común y de la salud pública?
«Atreverse a pensar fuera de la tribu, a la intemperie, es interpretado como un síntoma de debilidad, de triste y frágil equidistancia o de arrogancia que siempre termina siendo correspondida con el correctivo de la soledad»
Como el pensamiento crítico es sustituido con frecuencia por un péndulo dicotómico y simplón, hay quien anuda estas críticas, que formulo con profundo desasosiego, a la derecha.
En tiempos complicados para las sutilezas, resulta ardua tarea explicar que se trata precisamente de lo contrario: de religar, de una vez por todas, el socialismo con sus principios, y no con los intereses privados de una cohorte de sinvergüenzas.
Quien osa criticar a los nuestros, automáticamente le estaría haciendo el juego a los fachas. Así de burdo y maniqueo.
No se refieren, por supuesto, a los fachas de Junts, que compiten en política migratoria etnicista con sus sobrinos ultras de Aliança Catalana, ese partido con una desacomplejada vocación racista, proyectada hacia el magrebí o hacia el extremeño, tanto monta, por cuanto ambos ponen en peligro la pureza de la nación catalana.
Hasta tal punto llega el fanatismo que algunos pensaban que una coalición con Junts y el PNV podía ser de progreso.
El (no) pensamiento gregario y tribal, más bien fundamentalismo de las siglas, ha erosionado de tal forma la conversación pública que cualquier gris, matiz o disonancia con la grey es interpretada como alta traición. Las tertulias, cada vez más indigestas, fomentan consignas enlatadas y fáciles de asumir.
Se aspira simplemente a la reafirmación de los propios prejuicios, reflejados en papagayos que repiten infames argumentarios de partido por cuatro duros. La falta de independencia y la precariedad material se funden en un pastiche democráticamente indigesto.
Atreverse a pensar fuera de la tribu o caminar sin padrinos, a la intemperie, es interpretado como un síntoma de debilidad, de triste y frágil equidistancia o de arrogancia que siempre termina siendo correspondida con el correctivo de la soledad. Los hunos y los hotros, que diría Unamuno, no están para grises.
No hay espacio para los que dudan. Para los que aspiran a criticar al adversario, pero respetando siempre el pacto simbólico que hace posible la convivencia democrática.
Para los que no eluden someter a una fuerte crítica a los que (se supone) son los suyos.
Para los que aspiran a una política que no esté secuestrada por intereses totalmente ajenos a los comunes.
Para los que sienten que su sitio político sigue estando en ninguna parte.
*** Guillermo del Valle es abogado y secretario general de Izquierda Española.