ABC 26/10/15
GUY SORMAN
· «Mientras que en Europa se teme a la inmigración que podría destruir empleo y que podría suponer una carga para los servicios sociales, en EE.UU. se sabe que ocurre lo contrario»
Esta semana he asistido, en Nueva York, a un acto de naturalización para 300 nuevos ciudadanos estadounidenses, reunidos para la ocasión en el Palacio de Justicia de Manhattan Sur. Para la mayoría de ellos –dejo a un lado las reuniones familiares, una simple formalidad– esta ceremonia fue la culminación de un largo proceso burocrático que exige años de formalidades y de paciencia. Eso no quita para que nada desanime a estos candidatos porque, cada año, entran en EE.UU. un millón de inmigrantes legales y, cada año, 600.000 son naturalizados.
Para medir el rápido crecimiento de la población estadounidense y de su población activa, conviene añadir aproximadamente un millón de ilegales que, si no cometen delitos, llevan una vida casi normal en el país: a nadie en EE.UU. se le pide que presente un documento de identidad. Y, volviendo al Palacio de Justicia de Manhattan Sur, la ceremonia era como una representación de teatro en pequeño formato de lo que es EE.UU. y, más aún, de en qué se está convirtiendo. Bajo la presidencia de un magistrado, afroamericano, que dirigía la ceremonia ese día, los nuevos ciudadanos prestaron juramento a la bandera y se comprometieron a defender la Constitución y la ley. Por tanto, no se les pedía que formasen parte de un país, sino que aceptasen un texto muy antiguo que garantiza a todo el mundo la libertad, la igualdad (desde que unas enmiendas establecieron, en 1865, la igualdad entre las razas, y, en 1919, el derecho al voto de las mujeres) y, lo que es más raro, el derecho a la felicidad, Pursuit of
Happiness, que Thomas Jefferson introdujo en la Declaración de Independencia. Los hombres de Estado filósofos que redactaron esta Declaración en 1776 y la Constitución en 1787 tenían claro que no solo valían para los pueblos que vivían en los nuevos Estados Unidos, sino para toda la humanidad si deseaba adherirse a ellas. Se trata de un derecho de adhesión de masas totalmente reciente que, en realidad, solo data de 1965. Antes, las fronteras estadounidenses estaban a menudo cerradas (entre las dos guerras mundiales), o bien entreabiertas, con la condición de tener el color de piel adecuado y, sobre todo, de no ser chino. Desde 1965, la inmigración se hizo verdaderamente universal, como puso de manifiesto esta ceremonia. Esa mañana, el juez anunció que estaban representados 46 países y se congratuló por esa diversidad. Solo pude identificar entre la multitud a una pareja de apariencia europea, rusa probablemente, al mencionar su nombre, cuando el magistrado les entregó su certificado de ciudadanía.
· Europa se estanca «Y acabará por entrar en declive si el nacionalismo lleva a que se rechacen todos los principios en los que se basa el dinamismo cultural, económico y demográfico de cualquier civilización»
Una vez que se pronunciaron los juramentos, colectivamente y al unísono, o más bien se balbucearon en un inglés aproximativo, el magistrado felicitó a los nuevos ciudadanos y, lo que resulta más extraordinario –only in America [solo en EE.UU]–, les invitó a aportar a su país de elección aún más diversidad y multiculturalismo. ¿Es posible imaginarse eso en Europa, donde en unas circunstancias comparables se espera que todo el mundo «se integre» y «se adapte» a los valores nacionales? Unos valores que se exaltan, pero que son imposibles de definir. Los Estados Unidos de América, por el contrario, ya no pueden definirse a priori, porque son los inmigrantes los que cambian sin cesar su rostro y sus costumbres. Este país se parecerá pronto al mundo, como ya se parece en algunos barrios de Nueva York, Los Ángeles o Houston, donde se hablan todos los idiomas del mundo y se practican todos los cultos. Tanta diversidad no perjudica al buen funcionamiento del país, porque está recogida por esa Constitución intangible, una especie de Biblia de Estado, aplicada con rigor por la policía y los tribunales. Es la propia severidad de la ley, a menudo mal entendida en Europa, la que hace posible la coexistencia civil de unos pueblos tan diversos.
La vitalidad cultural de EE.UU. deriva, evidentemente, de esta diversidad, pero también su dinamismo económico. Como la red social en EE.UU. es menos generosa que en Europa, se emigra allí para trabajar. Estos nuevos trabajadores contribuyen a la prosperidad general porque en un país con un capital acumulado importante –que es lo que es en EE.UU.– cada trabajador aporta más a la comunidad de lo que le cuesta. Mientras que en Europa se teme a la inmigración que podría destruir empleo y que podría suponer una carga para los servicios sociales, en EE.UU. se sabe que ocurre lo contrario. En las economías modernas, la demografía siempre es un factor de enriquecimiento, personal para los inmigrantes y colectivo para el país.
EE.UU. tiene sus debilidades –¿quién no las tiene?– pero el siglo XXI seguirá siendo tan estadounidense como lo fue el siglo XX, precisamente porque allí se acepta la diversidad, porque la ley se respeta y porque la población aumenta. Europa, por desgracia, se estanca, y acabará por entrar en declive si el nacionalismo que se propaga por todo el continente lleva a que se rechacen todos los principios en los que se basa el dinamismo cultural, económico y demográfico de cualquier civilización.