- Nada de eso es política corrupta. Es corrupción a secas. No es un partido podrido quien gobierna. Es una banda. Delictiva. Que acabará en la cárcel. Si antes no encarcela a los jueces. No, no hablemos de políticos corruptos
El delito acompañó siempre a la política. Lo específico de la España contemporánea es que aquí nadie se tomó la molestia nunca de ocultarlo. Desde el Estado, se podía secuestrar, torturar, asesinar… Sin ni siquiera disimulo. Se enarbolaba el bien público como universal argumento. Y eso lo justificaba todo.
¿También robar? También. Siempre que del robo se siguiesen efectos que pudieran ser exhibidos como benevolencia hacia el cliente. Se robaba «pal pueblo, tó pal pueblo». Naturalmente, nadie del tal pueblo iba a quejarse de que el benefactor se quedase con un justo pellizco. Fue acuñado el sistema en los avispados años felipistas. De aquella manufactura política del delito, los de Sánchez apostaron por preservar el sustantivo: el delito mola. Y deshacerse de un adjetivo –’político’– que no les servía ya para nada. No, no hay en el régimen sanchista amalgama de política y crimen. Su modernidad consiste en haber comprendido que el crimen puede hoy gobernar sin necesidad de esa pesadísima coartada que es la política. Todo cuanto rodea al Palacio de la Moncloa aparece hoy como delincuencia. Sin máscara social o humanitaria. Ni siquiera cinismo. Delincuencia descarnada. Nada más que eso.
Ábalos, que fue la mano derecha del presidente, veía ayer dictada la orden de juicio oral que lo hará sentarse en el banquillo, junto al portero de burdel que se ocupaba en apañarle vida sexual con cargo al presupuesto público. Los fraternales amigotes dieron con la clave mágica para embolsarse en comandita suntuosos beneficios de las ansiadas mascarillas en tiempo de masacre: unos linces. Permanecerán en la cárcel hasta que la vista se inicie. Y, de ser condenados, tardarán un buen rato en pisar la calle. Bastante más, en poder mirar a la gente cara a cara.
La dizque gestora de la «inteligencia socialista» (manifiesto oxímoron), una tal Leire, visitaba, también ayer, el calabozo en compañía del que fuera presidente de la SEPI. SEPI son las discretas siglas (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales), al abrigo de cuya gris resonancia dispone el Estado de la mayor fuente imaginable de recursos para repartir beneficios y sinecuras a quien se avenga a jugar con las reglas establecidas. Cuál sea el porcentaje exacto que fijen esas reglas, parece haber oscilado mucho en función de la cuantía del auxilio. El tal presidente era el intemporal hombre de la mayor confianza –¡ay, las manos derechas!– de la vicepresidente María Jesús Montero. De momento, a ella los jueces no la han convocado. Todavía. A eso se reduce hoy todo en este pobre país nuestro. Todavía.
Todavía.
Todavía no se ha acabado de aclarar cómo una dama sin titulación superior pudo dirigir una Cátedra en la Universidad Complutense. Todavía nadie acierta a poner cifra a las aseveraciones de José Luis Ábalos sobre los beneficios obtenidos por la esposa presidencial en su rol de salvadora de Air Europa. Todavía seguimos sin saber qué relación había entre Delcy Rodríguez, sus maletas y los más oscuros negocios de los mejores amigos de La Moncloa. Todavía no hay explicación de cuáles pudieran haber sido los pringosos beneficios venezolanos que movieron el rescate de la aerolínea Plus Ultra. Todavía está por contabilizar el número exacto de «sobrinitas» que fueron colocadas en confortables funcionariados con sola función privada. Todavía…
Nada de eso es política corrupta. Es corrupción a secas. No es un partido podrido quien gobierna. Es una banda. Delictiva. Que acabará en la cárcel. Si antes no encarcela a los jueces. No, no hablemos de políticos corruptos. Hablemos de ladrones. Solo.