Al principio sólo se hablaba del multirreincidente del odio racial, Éric Zemmour, obsesionado con la rehabilitación del régimen de Vichy. Un personaje que se atrevió, desde su primera aparición en televisión, con Laurent Ruquier y Léa Salamé, a equiparar a Mohammed Merah y a sus víctimas judías de Toulouse.
Marine Le Pen le tomó el relevo y aprovechó las tropelías de su rival para vender la imagen de un extremismo de rostro humano, moderado y donde ya no cabían, según nos dijo, «los nazis», que se habrían trasladado, todos a una, al partido de Éric Zemmour.
De este modo, admitió, con una sorprendente confesión, que antes de ese trasvase, su lugar estaba en el Frente Nacional y la Agrupación Nacional.
En la recta final, hemos asistido al ascenso de un tercer hombre, Jean-Luc Mélenchon, poco menos odioso que los otros dos, poco menos putiniano, y quien, unos años después de haberse manifestado por el barrio parisino de la Bastilla junto con islamistas vociferando consignas como «muerte a los judíos» y de haber atacado una sinagoga, tres años después de haber hecho comentarios desafortunados sobre la «genuflexión» de la clase política «frente a los arrogantes ucases» del Centro Representativo de las Instituciones Judías de Francia con un «comunitarismo cerrado y violento», ha logrado el tour de force de ser el único candidato que la noche del décimo aniversario de los atentados de Toulouse no encontró una sola palabra de empatía hacia las personas que fueron asesinadas.
Según las últimas noticias, los dos primeros, con el añadido de Dupont-Aignan, podrían aglutinar el voto de más de uno de cada tres franceses, lo que situaría a la extrema derecha en unas cifras nunca antes alcanzadas en la primera vuelta de unas elecciones presidenciales.
Con respecto al tercero, más de un francés de cada dos parece haberse dejado convencer por las desastrosas consignas de un populismo cuyas fronteras, a derecha e izquierda, son, según los mismos sondeos, cada vez más difusas, lo que situaría a la jauría de candidatos «antisistema» en una posición sin precedentes.
Ante esta plaga, aún tenemos algunos candidatos republicanos de calidad.
Pero uno de ellos, Yannick Jadot, ha sufrido las acciones de los malos perdedores que le han saboteado la campaña; personas a las que no les gustaba ver la sagrada causa de la ecología mezclada, en casi todos los discursos que pronunciaba, con la de la martirizada Ucrania.
La otra candidata, Anne Hidalgo, ha demostrado su valía y ha recibido el apoyo del expresidente François Hollande, pero se ha visto torpedeada por los enterradores del gran cadáver en el que se ha convertido su partido desde hace tiempo.
Luego la despedazó la extrema izquierda, cuya concepción de la insumisión no llega a movilizarse, como ella, por Masud y las mujeres afganas insurrectas, por los kurdos que luchan contra el Dáesh o por los supervivientes de Mariúpol que resisten ante las infernales columnas rusas que avanzan matando como quien tala un bosque.
Otra de las candidatas, Valérie Pécresse, tenía un programa sólido y lo planteó con agallas y probidad, pero vio cómo algunos de sus compañeros de partido, a los que había derrotado en las primarias, daban diligentes alas al desastre.
Algunos de ellos, vergonzosos partidarios de la «unión de las derechas», parecían menos preocupados por apoyarla que por proteger a sus adversarios, Zemmour y Le Pen, que eran los más decididos a destruirla.
Evoco sólo de memoria, para que quede constancia, la cantidad de ataques sexistas que sufrió por su voz, su forma de vestir o su carita por un vídeo que subió a sus redes sociales una mañana a primera hora.
Y ya en último lugar, en cuanto al presidente saliente, Emmanuel Macron celebró un gran mitin en el que recuperó el aliento de su primera victoria. Pero también bajó al ruedo, Ucrania le obliga, con unas semanas de retraso para poder defender su aportación estos años, a abogar con fuerza por su proyecto y frenar la marea negra de resentimiento, nihilismo y conspiración que parece a punto de llevárselo todo por delante.
Así está el panorama unos días antes de la primera ronda.
Tal parece ser el estado moral del país en vísperas de unas elecciones que no erramos, por una vez, en calificar de históricas. Tampoco es exagerado dramatizar.
¿Es esto el retorno de aquella «ideología francesa» cuya estructura discursiva ya describí hace cuarenta años y cuyo núcleo era la fatiga de la democracia, el desprecio de la libertad y la renuncia al ideal de fraternidad?
¿Vivimos uno de esos tiempos oscuros que en su día describió Hannah Arendt y hoy topografía mi amigo Alexis Lacroix en un librito preciso y denso (La République assassinée, Éditions du Cerf) sobre el vértigo, el naufragio y luego la muerte de la Alemania de Weimar y de Goethe?
Espero con toda mi alma que las cosas no acaben siendo así.
Pero lo que está claro es que ha sido una campaña extraña. Y nos toca rezar para que, por el hartazgo ciudadano, no se convierta en una derrota también extraña.
En mi caso, la decisión está tomada.
No sólo toca rezar.
El candidato Macron es, estos momentos, el único que está en condiciones de impedir que el bando del mal, encarnado en Marine Le Pen, acceda al poder supremo.
En un momento en el que la guerra hace estragos en Europa, en el que la humanidad se desangra a nuestras puertas y en el que los autócratas lanzan sus amenazas, sería bueno que los republicanos de ambos bandos se unieran a él por mayoría aplastante a partir de este domingo.