A principios de la década de los setenta ‘Los Cabras’, la primera escisión ‘militarista’ de ETA, inventaron lo que luego sería conocido como ‘impuesto revolucionario’: la extorsión, mediante el envío de cartas amenazadoras, a industriales, banqueros, ejecutivos y profesionales liberales del País Vasco y Navarra. Ahora bien, como reconoció su líder, Xabier Zumalde, nadie cedió al chantaje. «Pronto comprendimos que si no secuestrábamos o ejecutábamos a algún empresario no habría nada que hacer». Así que ‘Los Cabras’ desistieron.
En 1975 ETA político-militar empezó a cobrar su propio ‘impuesto revolucionario’. Con éxito. El Gobierno Civil de Gipuzkoa calculaba que tan solo en esa provincia durante 1976 los polimilis habían recaudado 50 millones de pesetas (casi 3 millones de euros actuales). ¿Cómo lograron que funcionara? Porque en abril de aquel mismo año habían secuestrado y –tras no recibir el rescate exigido– asesinado al empresario Ángel Berazadi. El crimen sirvió para demostrar que esta vez la extorsión iba en serio. Se hizo aún más evidente cuando, en junio de 1977, los berezis escindidos de ETApm raptaron y mataron a Javier de Ybarra y Bergé.
Tan solo unos meses después del asesinato de Ybarra, los polimilis anunciaron que abandonaban el ‘impuesto revolucionario’. No supuso un alivio para sus potenciales objetivos: los Comandos Autónomos Anticapitalistas y ETA militar ya habían copiado y perfeccionado el método. Junto a los atracos y los secuestros, fue una de las principales formas de financiación del terrorismo durante los años siguientes. No sabemos con precisión a cuánto asciende la recaudación total de tal ‘tributo’, pero sí que fue suficiente para que ETA se perpetuase hasta 2011.
En ‘La bolsa y la vida’, obra coordinada por Josu Ugarte sobre la extorsión y la violencia de ETA contra el mundo empresarial, Florencio Domínguez estima que más de 10.000 de nuestros conciudadanos fueron sometidos al ‘impuesto’: si no pagaban, serían asesinados. En un contexto, además, en el que ni el Estado era capaz de protegerlos ni la sociedad les demostraba su apoyo. Al igual que el sheriff interpretado por Gary Cooper en el mítico western, los chantajeados estuvieron solos ante el peligro. Los dejamos solos ante el peligro.
Una minoría pagó el ‘impuesto revolucionario’. Teniendo en cuenta la mortal disyuntiva en la que se les había colocado, su decisión es comprensible a nivel humano. Desde luego, yo no me considero capacitado para juzgarlos. No obstante, tampoco hay que ocultar que su dinero sirvió para que la banda siguiera matando, secuestrando y extorsionando a otras personas. En ese sentido, en palabras de Martín Alonso, «la extorsión destruye lo que hay de más valioso en la persona, su voluntad (…); destruye así moralmente a la víctima».
La gran mayoría de los empresarios, directivos y profesionales no cedieron al chantaje. Algunos se exiliaron del País Vasco y Navarra, otros cerraron la fábrica y los más de ellos simplemente no contestaron a las cartas y siguieron con sus vidas. A pesar de las consecuencias que su gesto podía acarrearles, se negaron a sufragar a ETA. Se trató de un loable ejercicio de resistencia pasiva al terrorismo.
Hubo un puñado de hombres buenos que fueron más allá, comportándose como el protagonista de la película antes aludida. Se suele afirmar que el primer empresario en denunciar públicamente el ‘impuesto revolucionario’ fue Juan Alcorta, quien en 1980 escribió un contundente artículo (EL CORREO, 29/04/1980). ETA le respondió con su habitual delicadeza al incendiar unos almacenes de Koipe en San Sebastián, compañía de la que Alcorta era presidente. Sin embargo, es de justicia recordar que, en realidad, el primero en dar aquel valiente paso fue el vitoriano Félix Alfaro Fournier, director de Naipes Heraclio Fournier, coleccionista, mecenas y patrocinador de los museos alaveses de Naipes, de Armería y de Bellas Artes. En noviembre de 1976 publicó una carta abierta a ETA en la prensa vasca (EL CORREO, 23/11/1976). Alfaro Fournier se declaró en contra de los objetivos del nacionalismo vasco radical y rechazó de forma tajante «contribuir económicamente» al terrorismo, al que calificaba como «contraproducente e inadmisible». «Soy vasco y no deseo la destrucción de este noble país».
Inspirándose en el título de justos entre las naciones, concedido a quienes salvaron vidas en el Holocausto, Raúl López Romo (EL CORREO, 26/03/2017) denominó justos a los ciudadanos que dieron una respuesta ejemplar al terror de ETA. Con pleno derecho, hay que situar entre los justos a los empresarios y profesionales que, pese a las amenazas de muerte, se negaron a pagar a ETA.
El coste de su heroicidad fue muy alto: hubo decenas de secuestros y casi un centenar de atentados, que produjeron cuantiosos daños materiales y humanos. La lista de las víctimas mortales del ‘impuesto revolucionario’ es larga: se inauguró con el constructor José Legasa, al que ETAm mató en noviembre de 1978, por haber denunciado la extorsión a la Policía francesa; y se cerró con el asesinato de José María Korta en agosto de 2000 y de Ignacio Uria en diciembre de 2008, empresarios que se habían negado a ceder al chantaje. Todos estos justos merecen nuestro reconocimiento público. Y que no se blanquee la historia de ETA.