Javier Zarzalejos-El Correo

  • El aumento de la población viene por la inmigración, con nuevos habitantes que aportan crecimiento, dinamismo y una integración muy notable

No, no se trata de glosar la eufórica reacción de Pedro Sánchez en la noche electoral del 23 de julio de 2023 cuando vio que las cuentas le podían dar para rehacer un nuevo ‘gobierno Frankenstein’, eso sí, bajo el dictado de Puigdemont.

Somos más porque así lo ha contabilizado el Instituto Nacional de Estadística, cuya Estadística Continua de Población (ECP) arroja unos datos bien interesantes. La población en España ha seguido aumentando en el segundo trimestre del año hasta alcanzar los 49.315.949 habitantes. Son más las mujeres que los hombres, a los que aquellas superan en casi un millón, y crecen también los extranjeros, que ya son algo más de 7 millones. Para profundizar en este dato, el INE señala que la población nacida en el extranjero alcanza los 9.686.214, el 19,6% del total, aunque una parte de estos habitantes extranjeros de origen haya ido adquiriendo la nacionalidad española.

El crecimiento de la población viene de la inmigración. La población española de origen disminuye y son Colombia y Marruecos los países que encabezan la procedencia de estos flujos.

Somos más, y las previsiones anticipan que en poco tiempo, entre cuatro y cinco años, alcanzaremos los 50 millones de habitantes en España. Esta evolución conlleva evidentes efectos económicos y culturales, también políticos, a medida que más inmigrantes se incorporen activamente a los procesos electorales y a la participación política mediante la adquisición de la nacionalidad española. Se trata de efectos que tienen también elementos transformadores en lo cultural y en la propia percepción que la sociedad va construyendo de sí misma.

Empiezo por decir que la mayoría de esos efectos son claramente positivos. Esa nueva población española y de España está aportando crecimiento y dinamismo a una economía en la que sectores enteros dependen ya de manera estructural de los nuevos trabajadores venidos de fuera. No pensemos solo en la agricultura o el turismo -lo cual no es poco en un país en el que el turismo es la gran industria nacional y que se lamenta del estado de la España vaciada que es la rural-.

Hablemos del sector de los cuidados en una sociedad envejecida y longeva que los necesita y necesitará de manera creciente. Pensemos en la aportación a un sistema educativo en el que la caída de la natalidad estrecha el número de alumnos en un proceso que, como es lógico, se empieza a notar en los niveles básicos de la enseñanza infantil y va extendiéndose hacia los superiores.

Frente a situaciones problemáticas todavía coyunturales y localizadas, la integración que presenta la población inmigrante es muy notable. El gran peso que tiene la inmigración latinoamericana explica, sin duda, esta ventaja comparativa que nuestro país sigue teniendo frente a otras sociedades europeas en las que esa integración resulta más precaria, especialmente en las segundas y terceras generaciones. Con el mundo latinoamericano compartimos idioma, patrones culturales y de ocio, como lo atestiguan la penetración en la gastronomía, los géneros musicales dominantes, el entretenimiento y hasta la adopción de préstamos idiomáticos.

España cuenta también con una comunidad musulmana, mayoritariamente de origen marroquí, asentada y bien establecida. Es cierto que la cultura musulmana presenta elementos mucho más refractarios a la integración en sociedades esencialmente seculares e igualitarias, pero de ahí no se sigue un cierre generalizado de los musulmanes a la convivencia desde la aceptación de reglas compartidas.

No podemos ni debemos rebajar las exigencias de reconocimiento y respeto a modos de vida que precisamente lo que permiten y para lo que habilitan es para disfrutar sin exclusiones de libertades y derechos fundamentales protegidos por la ley. Y es en ese sentido en el que es preciso afirmar que no caben derogaciones por razones identitarias de obligaciones cívicas esenciales y principios que forman parte del acervo civilizatorio occidental, como la igualdad entre el hombre y la mujer, el pluralismo y la libertad religiosa e ideológica, la autonomía del poder civil legítimo y la sujeción sin discriminación a las mismas normas. El multiculturalismo como modelo normativo es un fracaso ya acreditado.

Ninguna de las previsiones, ni siquiera en los escenarios más forzados, permiten avalar los temores del ‘gran reemplazo’, pero el reto de la integración será un desafío creciente para nuestra capacidad de acogida, nuestra capacidad para vincular de manera eficaz la inmigración con el mercado de trabajo, para imponer la legalidad en el desarrollo de los flujos migratorios -sabiendo que nada hace más vulnerable a un inmigrante que vivir en situación ilegal- y para acreditar nuestra determinación de que esos nuevos habitantes que recibamos lo sean en tanto que ciudadanos, con los mismos derechos y con las mismas obligaciones.