FABIÁN LAESPADA / Profesor de la Universidad de Deusto, EL CORREO 07/11/13
· En estos tiempos de alborozo interesado, parece que todos tenemos que sumarnos al carro del mañana sin ayer.
Hace hoy 22 años, un tal Iglesias Chouza colocó una bomba bajo el asiento del copiloto del coche de Antonio, padre de tres hijos. Cuando el artefacto explotó estaban en el interior dos niños de apenas dos años, y el padre. Este pudo extraer con vida a uno de los gemelos, a Alex. Pero a Fabio le dio de lleno la bomba y Antonio solo pudo abrazar unos trozos desgajados e inertes de su hijo recién asesinado. La muerte de un hijo, dolor infinito y eterno; se lleva prendido muy dentro. Ese dolor nunca desaparece, se queda ahí dentro, para siempre. La ausencia forzada e impuesta es irreparable, no tiene repuesto, no hay posibilidad de comprarlo, como si fuera un objeto. Te han quitado a tu hijo, lo han matado. Injusticia en grado absoluto.
Hace hoy 12 años, dos chavales de veintitantos años entraron temprano en el garaje de José Mari y lo asesinaron a tiros, delante de Marisa, su mujer, y de Íñigo, su hijo. Unos meses más tarde, esos mismos chicos estaban manipulando un artefacto y les explotó en las manos; se acabaron sus vidas, si podemos llamar vida a merodear tanto con la muerte.
Estas dos tremendas historias son reales, las hemos vivido aquí, con mayor o menor distancia. Las hemos sufrido con mayor o menor intensidad. Pero han sido realidad, inolvidable, inasumible, indignante. Como estos dolores que acabamos de leer ha habido cientos en esta tierra, en estos tiempos. El mero hecho de repasar nuestro pretérito tan imperfecto es ya una clara apelación al presente y, sobre todo, al futuro. Tenemos varias opciones que se pueden representar con tres figuras: el ancla, el libro abierto y el viento.
¿Cómo no vamos a entender que a quien le han asesinado a su ser más querido albergue el deseo de venganza, el de la justicia punitiva, el del ojo por ojo, el de ahí se pudran entre barrotes? Es comprensible querer espantar del modo que sea el dolor infligido. Pero no todos dan resultados positivos para la víctima. Estancarse en el dolor propio es un derecho, qué duda cabe, pero no es una salida que nos lleve a un lugar razonablemente habitable, en el que uno pueda ir rehaciéndose. No obstante, cada individuo violentado, atacado, victimizado… ha de ejercer su derecho a enfrentarse con la reconstrucción personal del modo que estime mejor. Y la sociedad tiene que permitirle ese espacio de reedificación íntima, con atento respeto a sus tiempos, formas y expresiones, y disponer de ayuda para el avance, para que la víctima no eche raíces en ese pasado dolido y, por fin, pueda superar ese trance injusto y dañino. Hay que levar ese ancla del lodazal que la violencia quiso establecer.
Contar lo que ha sucedido, ser fieles a lo que hemos vivido, relatar los episodios de violencia y las justificaciones que muchas personas y colectivos han manejado para dar peso, justificación y poder a una violencia ejercida contra la sociedad vasca en su conjunto y contra miembros de ella en particular. Leer con rotundidad las frases que nos insultaban en muchos muros, del tipo «herriak ez du barkatuko», «ETA mátalos», «Caña al zipaio». Y después de leerlas, comentarlas. Comentar que, en efecto, ETA venía por detrás y pegaba tiros y ponía bombas. Y perseguía, amenazaba y atemorizaba a gran parte de la sociedad, esa que no comulgaba con su totalitaria ideología. Y también leeremos que hubo unos años en los que el plomo era moneda de cambio, con bandas terroristas y tiros al aire que daban en la frente de manifestantes, con bombas que destrozaban cuerpos, vidas y sociedades; con una sociedad que llegó a mirar a otra parte cuando se oían tiros, de este, ese o aquel, pero tiros que no debieron dejarnos indiferentes. En fin, nuestra historia cercana, vivida y, ahora, necesariamente repasada, como un libro abierto, imprescindible, escrito por muchos, a todo color, a todo dolor, con un objetivo ineludible: ser honesto en el relato y ser conscientes de que nuestros hijos deben aprender en carne casi propia la lección de que por el erróneo camino de la violencia, nada respetable podrán conseguir.
Por último, eso que está tan en boga: miremos al futuro y dejémonos de monsergas de remover el pasado. Es superchulo decir esto, cualquiera se puede apuntar y queda como un estupendo demócrata, qué hay de malo en ello, el futuro lo merece. Además, hay hordas de profesionales que nos visitan, con sus soluciones y frases hechas, y van a resolver –si así se lo pedimos– nuestro secular conflicto. Ellos nos recetan una buena dosis de viento que se pueda llevar el pasado en volandas. Pero ojo, que esto tiene mucho peligro. Primero porque no se puede borrar de un plumazo este pasado tan nuestro y tan crudo. Hubo muchos errores, especialmente porque, durante muchos años legitimamos o permitimos la violencia. Y si fue legítimo antes ¿no podrá serlo después? Y, además, están las personas, las víctimas, las ofensas, el poso que la violencia ha dejado aquí. Para analizarla y curarla hagamos una labor de honestidad histórica y rigor ético: matar es matar. Condenarlo es ineludible y no hay dos violencias, dos bandos, dos enemigos… no.
Empezábamos con Antonio, con Alex, Fabio, Arantxa, con José Mari, Marisa e Íñigo, Jordi… Lo importante es no olvidarnos de ellas. Pero en estos tiempos de alborozo interesado parece que todos tenemos que sumarnos al carro del mañana sin ayer, de una memoria obsolescente. Hemos de hacer frente a la trituradora de los tiempos y dedicar un rato, un pensamiento, una canción o una mirada a esas personas que están entre nosotros y que sienten cómo aquel dolor tan público parece ahora privatizarse, encerrarse en casa y quedarse en el ámbito más íntimo. El domingo conmemoramos la memoria, esa molesta nube que nos indica que aquello nunca más ha de repetirse y, a la vez, nos ayuda a elaborar un suelo ético por el que movernos en adelante. Un abrazo muy fuerte para Arantxa, Antonio, Marisa, Jordi e Íñigo.
FABIÁN LAESPADA / Profesor de la Universidad de Deusto, EL CORREO 07/11/13