JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Si los partidos centrales aspiran a recuperar el espacio electoral perdido, necesitan escuchar más y predicar menos; mejor será que dejen de aplaudirse a sí mismos y busquen el acuerdo social y el consenso político
En un reciente viaje al Reino Unido he sido testigo de la amargura y ansiedad generadas tras el asesinato del parlamentario David Amess, víctima de un atentado terrorista. Junto a la reflexión sobre la amenaza del fundamentalismo islámico, responsable del mayor atentado producido en nuestro país en toda la historia de la democracia, llegué a la conclusión empero de que un acto así nunca podría llegar a suceder en España en circunstancias parecidas. Amess fue atacado cuando mantenía una reunión con sus electores para debatir sobre sus aspiraciones, intereses y necesidades. Un gesto inexistente en el comportamiento político de nuestros diputados, que deben su escaño no tanto a los votantes como a los jefes de su partido.
Naturalmente eso se debe a las diferencias en las leyes electorales de nuestros países: representación mayoritaria y con distritos unipersonales en Inglaterra; proporcional con listas plurinominales, cerradas y bloqueadas, más la provincia como distrito, en nuestro caso. Todos los sistemas electorales son imperfectos, y para nada pretendo ahora debatir sobre ellos. El nuestro, sin embargo, se encuentra en la base de la creciente desafección popular respecto a la clase política, especialmente en lo que concierne a los dos grandes partidos que hasta el momento han vertebrado el sistema.
Ambas formaciones han celebrado recientemente en Valencia dos gigantescas concentraciones de masas con un mismo objetivo: reforzar la autoridad de sus líderes, sometidos a crítica por los llamados barones autonómicos, en la convicción de que la unidad del partido es el bien primordial a defender cara al mantenimiento del poder o a su conquista. De modo que hasta Felipe González se mostró más tímido que antaño en su disidencia, aunque reclamó el derecho a la crítica. Al fin y al cabo, su impresionante y perdurable liderazgo del partido también contó con el apoyo de la férrea disciplina impuesta por Alfonso Guerra. Los observadores tienden a suponer que la democracia interna de los partidos, exigida por nuestra Constitución, los fragmenta y debilita ante la opinión pública. De ahí la tendencia a ejercer lo que los comunistas denominaron el centralismo democrático. Aunque Sánchez puede haberse pasado de la raya. El 95% de apoyo a sus propuestas más bien parece el resultado de un congreso a la búlgara que el de un debate en plena democracia liberal.
La casualidad quiso que al tiempo de escuchar las ovaciones y vítores de la nomenclatura de los partidos a sus respectivos líderes cayera en mis manos un ensayo sobre estas mismas cuestiones firmado por José María Maravall y editado por un instituto de Cambridge. Él, junto con Ángel Gabilondo y Manuel Cruz, integra el mejor equipo intelectual con el que cuenta hoy el partido socialista, aunque no desde la disidencia, sino desde la expresión crítica. Maravall explica la aparente contradicción entre la necesidad que tienen los partidos políticos de rendir cuentas públicas a sus electores y la de mantener la unidad del entramado partidario y la autoridad del aparato. Esto último conlleva la exclusión de la autocrítica, la invisibilidad del disidente y el miedo de este a hacerse notar. También las recompensas generosas a quienes cambian su condición de militantes por la de obedientes funcionarios. La opacidad de las decisiones del partido en el poder choca así contra la demanda de información del electorado. Un partido desunido y fragmentado suele merecer el castigo de sus votantes; pero la desaparición de la democracia interna acaba por convertirlo en una organización sectaria, engreída de sí misma, gobernada autoritariamente, cegada por la ideología, y guiada por el oportunismo.
El reciente reacomodo gubernamental previo al congreso socialista de Valencia, y los mensajes que de este se desprenden, transmiten la aparente voluntad de Pedro Sánchez de reconducir su errática gobernación hacia los caminos de la socialdemocracia clásica. Es una decisión razonable tras la debacle en las elecciones madrileñas, la pérdida de poder en Andalucía y el fiasco de la moción de censura en Murcia. Cuestiones estas que sin embargo no estoy seguro hayan suscitado la atención que merecían en las ponencias y debates congresuales, dirigidos en gran parte por los responsables de esas derrotas. El viraje se inscribe además en la recuperación europea del socialismo democrático tras las elecciones alemanas y el reacomodo en los gobiernos de los países nórdicos. Esta es una buena noticia para el PSOE de la que debe extraer las lecciones oportunas.
En todos los casos la socialdemocracia ha recuperado el poder a base de encabezar gobiernos de coalición con grupos muy diferentes. Se trata de un destino probablemente inevitable para gran parte de las formaciones políticas europeas, pues la fragmentación partidaria es un hecho evidente en los países de la Unión. A la hora de gobernar los socialistas nórdicos se apoyan en partidos verdes y liberales, cuando no en otros abiertamente moderados y conservadores. Sobresale, sobre todo en Suecia, el papel de los sindicatos capaces de movilizar el consenso social, tan necesario como el pluralismo político. El objetivo casi unánime es garantizar el Estado de bienestar, reducir la desigualdad, y fortalecer el crecimiento económico mediante el impulso de la economía de mercado. A lo largo de décadas han demostrado que el liberalismo político, el modelo capitalista y la intervención del Estado en sectores claves de la economía son compatibles y beneficiosos para la comunidad a la que sirven. El resultado es que figuran en todos los rankings internacionales como los países más democráticos y felices del mundo y, salvo Islandia y Finlandia, son todos monarquías parlamentarias. No por su intenso amor a las testas coronadas, sino porque asumieron las lecciones de Max Weber, cuando dictaminó que “un monarca parlamentario, pese a su falta de poder delimita formalmente las ansias de este por parte de los políticos”.
El rey simboliza también el principio de legalidad, siendo la ley expresión de la voluntad general en las democracias. Por eso pretender, como algunos hacen, que puede existir un conflicto entre el principio democrático y el de legalidad no tiene sentido. El imperio de la ley permite exigir la responsabilidad de los gobernantes no solo ante los electores, también ante los órganos de la justicia; y garantiza los derechos y libertades de los ciudadanos. Abocados como estamos a nuevos gobiernos de coalición en el futuro, la única condición exigible a quienes lo integren es la lealtad al sistema, principio de legalidad incluido. Lo que excluye la presencia del independentismo.
Esta particular sonata de otoño, título homenaje a Bergman y a Valle Inclán, permite aventurar que si los partidos centrales aspiran a recuperar el espacio electoral perdido, mejor será que dejen de aplaudirse a sí mismos y busquen el acuerdo social y el consenso político. Estamos en un mundo convulso, sometido a grandes transformaciones. Si quieren ser útiles a la comunidad, los gobernantes, o quienes aspiren a serlo, necesitan escuchar más y predicar menos. Reunirse con sus electores, como el malogrado Amess y sus otros colegas del Parlamento. Al fin y al cabo es a ellos, no a la nomenclatura, a quienes le deben el poder y la gloria. Pero son también titulares del derecho a expulsarles del templo.