José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Ni en esta Europa abandonada a su suerte son nuestros políticos capaces de alinearse con sus colegas europeos y mitigar los odios incubados

Como cuando un nuevo interlocutor se incorpora al grupo anunciando una noticia impactante, la conversación pública europea ha cambiado de tono y tema de la noche a la mañana. Ha bastado con que el presidente de EEUU, Donald Trump, haya presentado sus credenciales y hecho públicas sus intenciones en el terreno internacional, para que los europeos nos hayamos puesto a hablar de lo que durante tanto tiempo habíamos callado. Y, si de momento nadie se atreve a pronunciar la palabra maldita por temor a alarmar al ciudadano, los términos que la sustituyen –defensa y seguridad– no dejan de evocarla como vergonzantes sinónimos. Pero nadie dará con un eufemismo capaz, por ingenioso que sea, de amortiguar los cada vez más cercanos sones de guerra.

El sobresalto no ha sido el mismo en todos los países europeos. En los limítrofes con Rusia, donde la invasión de Ucrania siempre fue más amenaza que noticia, las cosas nunca se disfrazaron de eufemismos. Se llamaban por su nombre. Nunca dejaron de creer esos europeos del norte, para nuestro ingenuo asombro, que el león no había muerto, sino que sólo estaba dormido. Su actitud, siempre alerta, es ahora de alarma. Otros, como quienes fueron líderes en la II Guerra Mundial, el Reino Unido y Francia, tampoco habían abandonado del todo el tema bélico en su conversación política y ciudadana. No es, por ello, extraño, que hayan sido los primeros en reaccionar con propuestas que, pese a ocultar intereses egoístas, dan fe de sincero y solidario europeísmo. Keir Starmer quiere, sin duda, aprovechar la oportunidad para acercarse a la Unión Europea tras el traspiés del brexit, como trata Emmanuel Macron de tomar aliento para salir de la honda crisis que lo ahoga. Pero su liderazgo es legítimo y bienvenido. En un país, en cambio, como el nuestro, que tanto tiempo ha vivido al margen de las inquietudes europeas, la conversación que se ha entablado en Europa no cae en terreno abonado, sino que pronto adquiere tono de trifulca. La cruda realidad no ha logrado aún despertarnos del «sueño dogmático» del pacifismo buenista e hipócrita que incubamos en los oscuros años de aislacionismo y marginación forzada de una prolongada y amarga posguerra. La historia pesa.

El caso es que, limitándonos a lo nuestro, el debate ha tenido la virtud –o el vicio– de tensar los débiles hilvanes con que la política mantiene unidos a los coaligados y de abrir brechas que, a base de dones y prebendas, habían logrado mantenerse, si no del todo cerradas, sí, al menos, sólo entreabiertas. La nueva situación ha puesto al descubierto esa falsedad hasta hoy encubierta y dejado a la vista las contradicciones que han tratado de disimularse con aquel tramposo «somos más» que inauguró la legislatura. Tal es el abismo que ha abierto ahora entre tan dispares aliados el delicado asunto de la paz y de la guerra, que sólo el silencio y el ocultamiento intentan, no salvarlo, cosa imposible, sino, al menos, disimularlo y esquivarlo de la manera menos bochornosa posible. Y así, mientras no hay país europeo cuyo Parlamento no haya convocado debates sobre cómo afrontar la situación y cambiar el paso de Europa, quien en el nuestro debería liderarlos por propia iniciativa, o bien lo hace arrastrando los pies, o bien tirado del ronzal por una oposición que, nadando en este tema a favor de corriente, ha encontrado en la pura y dura crítica el modo menos comprometido de levantar cabeza y salir airosa de la depresión en que se halla sumida.

Resulta descorazonador que, ni siquiera en una situación tan alarmante como la expuesta, en la que Europa, por primera vez en su más reciente historia, se encuentra sola y abandonada a su suerte, enfrentada a una de las crisis más agudas que la han sacudido, sean los dirigentes políticos del país incapaces de alinearse con sus colegas europeos y dar las pruebas de grandeza que de ellos se espera, aunque sólo sea para evitar la vergüenza de no haber estado a la altura de las circunstancias que les ha tocado vivir y que, a la vez, les ofrecen la oportunidad de rescatarse a sí mismos del desprestigio en que han caído a ojos de su ciudadanía y la de Europa entera. No hay remedio. Si la tragedia doméstica de la dana valenciana no les ha servido más que para envenenar aún más sus deterioradas relaciones, no era de esperar que el problema de una Europa que aún les resulta lejana y ajena fuera a ayudarles a restañar las heridas que entre sí se han infligido y a aplacar los odios que han incubado. No escarmentamos.