El sábado, junto a la pavorosa soledad de las víctimas, miles de ciudadanos se solazaban en la Concha, encarnando al protagonista coral de esta tragedia: la mayor parte de ellos, en la playa.
La recepción de la izquierda abertzale a ‘Iñaki’ de Juana Chaos en la parte vieja donostiarra no fue un acto multitudinario. Apenas 200 simpatizantes tomaron la calle de Juan de Bilbao que fue, durante unas horas, territorio liberado del entorno de la organización terrorista, una Marquetalia urbana y euskaldun, por decirlo con hipérbole del gusto de los celebrantes.
No eran las FARC, pero ayer, unos particulares se adueñaron en San Sebastián de un espacio público, del que echaron a los periodistas y al público no adicto en general con el argumento de que era «un homenaje privado a una persona». Después, establecieron controles para impedir la entrada de personal inconveniente, sin que el consejero de Interior ni el alcalde de la ciudad creyesen adecuado restablecer el derecho de los ciudadanos a moverse libremente por las calles.
EL MUNDO traía en su primera página de ayer dos fotos ilustrativas de este asunto: la primera mostraba la sonrisa esquinada del hombre inmune a las huelgas de hambre. La segunda, a unos centenares de metros de la calle liberada, es la expresión desolada de las víctimas acompañadas por apenas tres docenas de personas. Era una contraposición de fotos ya vistas: las lágrimas de Pilar Ruiz y Estíbaliz Garmendia con las risas de Arnaldo Otegi y Juan Mª Olano al celebrar la penúltima excarcelación del preso De Juana; la de Rosa Díez con la viuda de Baglietto y la de la parlamentaria socialista Gemma Zabaleta y la abogada batasuna Jone Goiricelaia en momento amable. No acertó Zapatero al acuñar el par una imagen del pasado, una imagen del futuro. La contraposición de fotos, risa y llanto es la verdad última e inmutable de este proceso. Iñaki de Juana, un asesino múltiple, estuvo más acertado, al declarar, tras el asesinato de Alberto Jiménez Becerril y su esposa: «Me encanta ver la cara desencajada de los familiares en los funerales. En la cárcel, sus lloros son nuestras sonrisas».
No es la única ocasión en que este tipo se ha adelantado a nuestros máximos representantes institucionales. Apenas cuatro meses después, el 1 de junio de 1998, publicó un largo artículo en el diario Egin en el que contaba una conversación carcelaria con un chorizo común, tan ignorante como lleno de buena voluntad. Un diálogo socrático en formato del catecismo Padre Ripalda, que prefiguraba, 10 años antes, el argumento de Ibarretxe en defensa de sus preguntas. Instruía el PP (preso político) De Juana a su catecúmeno que era muy fácil acabar con la violencia, según receta a la que basta añadir un pleonasmo para convertirla en frase muy actual del lehendakari: «En cuanto se respete la voluntad de los vascos y podamos decidir libremente nuestro (propio) futuro».
El sábado, junto a la pavorosa soledad de las víctimas, miles de ciudadanos se solazaban en la Concha, encarnando al protagonista coral de esta tragedia: la mayor parte de ellos, en la playa. El resto, incluidos todos los agentes de la Policía Municipal, al lado mismo de las víctimas, en los jardines de Alderdi Eder, pero en otro afán: la salida de la Clásica de San Sebastián. Era el déjà vu de una imagen de ciclistas en la carrera del Rosario, celebrada en Salvatierra el 4 de octubre de 1980. Fueron asesinados tres guardias civiles de tráfico que habían acudido a organizar la prueba. El txibato había sido el párroco, Ismael Arrieta. La viuda del agente José Vázquez Platas declaró en el juicio que su marido había sido herido en el brazo y que vecinos del pueblo alertaron al comando de que uno de ellos aún estaba vivo. Volvieron y lo remataron.
Santiago González, EL MUNDO, 4/8/2008