IGNACIO CAMACHO-ABC
- La liturgia olímpica relegó a sus teóricos protagonistas. El deporte como excusa de una exhibición de propaganda líquida
París puede con todo. Su despliegue de belleza urbana, su monumentalidad, su magnetismo y su grandeza histórica son imbatibles ante cualquier comparación que se le oponga. La vista de sus grandes perspectivas desde el aire, sobre todo de noche, la convierte en un escenario mágico capaz de sobreponerse a contratiempos inesperados, como la lluvia, y a la ramplona imaginación de cierto esnobismo contemporáneo. La ceremonia de apertura de los Juegos empezó mal, terminó bien y en medio atravesó una cordillera de altibajos que el esplendor de la ciudad cubrió con su manto embrujado. París es siempre un seguro para el éxito de un espectáculo; un solo plano de su majestuosidad paisajística endereza el más aparatoso de los fallos.
La gala, sin embargo, incurrió en una contradicción llamativa: relegó a un lamentable papel subalterno a sus teóricos protagonistas. Los atletas fueron desplazados a una ridícula parada fluvial que los reducía a la condición de despistadas pandillas turísticas. Sin el estadio, el núcleo emblemático, clásico, cenital, de la cita olímpica, desaparece la referencia esencial de la competición deportiva y la liturgia de bienvenida se transforma en una mera secuencia de bonitas estampas diseñadas para la retransmisión televisiva. El Sena era la metáfora exacta de esa actual deriva del deporte como pasarela exhibicionista, trasunto de una mentalidad cultural trivializada, intrascendente, líquida.
Los actores principales de los Juegos carecían de importancia. Les privaron del momento estelar del desfile por la pista, el símbolo de su aspiración cimentada sobre años de duro esfuerzo de autosuperación en pos de una hazaña. Los convirtieron en figurantes muy subalternos de una descomunal operación de propaganda donde la ‘macronía’ -esa peculiar formulación de un ambiguo liberalismo progresista-quiso reflejar su concepto ideológico de la nueva Francia: multirracial, multicultural, feminista, inclusiva, posmoderna, con un punto de sesgo ‘woke’ sobre su solera ilustrada cristalizado en la piel mestiza de Marianne y el estrambote de la ‘sororité’ añadido a la célebre tríada laica de la tradición revolucionaria.
Un escaparate, en suma, de una nación que trata de revertir a base de autoestima una triple crisis política, social y económica. Contra el pesimismo del declive, una demostración de poderío y dignidad orgullosa envuelta en una puesta en escena insólita. Sólo que esa intención lógica despreció la médula, la sustancia, el alma que da sentido a la convocatoria. Daba pena, o algo de vergüenza, aquella ristra de barquitos llenos de gente apretujada remontando bajo el chaparrón el río decorado de rosa. Hombres y mujeres que han ido a París a buscar la gloria convertidos en extras bajo una atmósfera de orfandad desoladora que apenas pudo compensar la estampa -esa sí, soberbia- de Zidane y Nadal pasándose la antorcha.