LIBERTAD DIGITAL 10/04/14
CRISTINA LOSADA
Piensan algunos que el debate sobre el referéndum separatista en el Congreso fue una pérdida de tiempo y una pérdida que es ganancia para Artur Mas, que obtiene un extra de publicidad, de victimismo y de apariencia de buena conducta: nosotros respetamos las reglas, vamos a Madrit (bueno, él no) y nos dicen que nones. Todo esto tiene, sin duda, sus puntos de razón. Pero no comparto el balance. Porque un debate como el del martes, 8 de abril, es también un pequeño ejercicio formativo, un cursillo sobre cuestiones básicas de la convivencia democrática, sobre qué es la democracia y qué representan la ley y la Constitución, que son materias que no podemos dar por sabidas hoy en España.
No hay que darlas por sabidas, no sólo entre los independentistas, que son un caso obvio: si no ignoran qué es la democracia, qué bien lo disimulan. Aunque yo pienso que muchos, pongamos los del tipo Marta Rovira, verdaderamente lo ignoran y de buenísima fe. El problema es que su ideología y su proyecto político llevan dentro el bicho que se come a la democracia, el mismo que destruye la nación de ciudadanos para construir la nación identitaria. Ni hay duda de que éstos suspenden el examen de democracia de manera radical, y tanto el teórico como el práctico: quieren hacer lo que les pete (y lo están haciendo). Pero esa soltura, ese desenfreno con el que proclaman que la democracia es votar y punto, encuentra eco y coro más allá de sus filas.
¡Déjennos votar! ¡Déjenlos votar! ¡Mídase en las urnas cuánto apoyo tiene el independentismo! ¡No hay que tener miedo a votar! Son opiniones, son demandas, que igual se oyen en las tertulias periodísticas que en la barra del bar de al lado. Y no sólo en Cataluña, donde los sondeos indican que una amplia mayoría quiere «la consulta», incluso entre los no independentistas. Lógicamente, a todos ellos lo que expuso Rajoy en el debate (la democracia es respetar la ley), o lo que dijo Rosa Díez (la democracia también es decidir sobre qué no se vota y quién tiene competencia para votar), ha de sonarles como música para camaleones, como una extraña sinfonía, una orquestación absurdamente complicada cuando todo es tan sencillo como poner unas urnas, y ¡hala! Bueno, pues no. Resulta que la democracia es complicada.
Hay cosas, no obstante, sorprendentes. Personas que jamás admitirían que los vecinos del cuarto piso de su edificio decidieran ellos solos la demolición del tramo de escalera que hay entre el cuarto y el quinto, están en cambio dispuestas a aceptar que los catalanes decidan ellos solos si España sigue como está o pierde una parte de su territorio. Cómo se evapora esa dosis de sentido común al transitar del escenario cotidiano al de la política, es asunto que me fascina. No tengo explicación. Quizá hemos pasado de una época, aquella de la Transición, en que los españoles apenas sabían nada de lo que era la democracia, pero sabían que no sabían, a otra en que muchos ignoran qué es la democracia, pero ignoran que lo ignoran. La democracia es un proceso de aprendizaje –y un esfuerzo– permanente. Pero a los convocantes del referéndum separatista, de la democracia sólo les interesan las hojas.