José Luis Zubizarreta-El Correo
Los ciudadanos que anteayer se animaron a seguir el cara a cara entre Sánchez y Feijóo, mucho menos numerosos, por cierto, de los que han solido reunirse en otras ocasiones con similar propósito, no esperaban ciertamente un debate regido por el rigor académico y las formas de la buena urbanidad. Sabían de antemano que lo que estos encuentros dan de sí dista mucho de atenerse a tales formalidades y se parece más a la pobreza discursiva que viene caracterizando la política de los últimos tiempos, más parecida a los rifirrafes que están acostumbrados a soportar en las tertulias radiofónicas y televisivas que a una sosegada conversación de sobremesa. No les extrañarían, por tanto, ni la invasión por el uno del espacio del otro ni las constantes interrupciones que le hacían a veces difícil seguir el hilo de lo que estaban diciéndose uno a otro, si es que de verdad estaban hablándose entre sí o todo iba dirigido a quien no estaba enfrente.
Pero, si todo eso era más o menos lo esperado, lo que sí les sorprendió sin duda a los espectadores fue encontrarse con dos personas cuyos modos de comportarse no se correspondían con los que de ellos conocían y esperaban. A estas alturas, y tras los debates que entre los dos políticos habían tenido ocasión de contemplar en el Senado, cada uno se había más o menos prefigurado el modo en que se comportarían. Aunque las condiciones del debate no eran las mismas que en los encuentros citados, no era esperable que cambiaran de forma tan radical las formas de conducirse de ambos, Que quien, por usar el lenguaje boxístico, tenía el título se comportara como el aspirante fue de lo más chocante con que el espectador pudo encontrarse. Pero es que, además, el modo en que quien ostentaba el título se vio obligado a defenderse de los golpes con que el segundo lo arrinconaba y avasallaba resultó ser un espectáculo del todo insólito. Todo el mundo pudo verlo y no hace falta insistir en los detalles, que, por momentos, pudieron llegar a producir más pena que contento a los menos forofos que con menor apasionamiento seguían lo que ya más parecía un combate que un debate.
La sorpresa por el comportamiento insólito de ambas personalidades fue quizá lo más importante y decisivo de lo que ocurrió el lunes en las pantallas de televisión. La sorpresa crea y aviva emociones, y la que anteayer se produjo no pudo no tener ese efecto. El desánimo de los que, sintiéndose de momento perdedores, esperaban una remontada a impulsos de la clara victoria de su líder quedarían aún más profundamente sumidos en aquél y desfallecería su ya debilitada esperanza. Quienes, por el contrario, no esperaban del debate nada más que su líder no saliera demasiado malparado habrán reavivado su confianza en la posibilidad de una victoria final la noche electoral y el ánimo para acometer lo que todavía queda de campaña. Y los que, finalmente, sólo pretendían contemplar la lidia desde la barrera quizá hasta se hayan sentido movidos a tomar partido por uno de los maestros. Este ha sido, a mi entender, el efecto más destacable de lo que el lunes pudo verse en la televisión. Y es que va a ser en la movilización o desmovilización donde se juegue la partida del 23-J.